Actividades
Identifica en versos las características de un personaje.
1.
Un recurso habitual en la época es la repetición de formulas que
facilitaban la memorización del poema.Es el caso de los epítetos,
expresiones son las que se define a los personajes. Identifica las
expresiones con que se caracteriza a cada personaje en estos versos.
Arzon
- buen lidiador - zorita mando - el burgues de pro - el que mando en
Montemayor - el buen de Aragon - sobrino del Campeador
2. Explica por que Roldan reúne características del vasallo ejemplar.
Porque
el también era un servidor fiel al rey y a su pueblo era un caballero
honorable de una buena familia que tenia recursos para lo que le
gustaba hacer como un verdadero vasallo ejemplar defendía sus tierras
con su vida luchaba contra los moros y nunca se daba por vencido
valiente en todos sus aspectos y ademas del Mio cid conservaban estas
características y muchas mas .
3.
Incluyendo el modo de ejemplos de cita de textos leidos, realiza en tu
cuaderno una lista de las obligaciones que el buen vasayo tenia con su
rey.
- Era fiel y prestaba un confiada e invacilable sevicio y preomesas asu señor en toidas sus miosiones.
- tenian una gran o habia una gran confianza entre el vasallo y su señor.
-Ofercia su vida y pacto con su señor prometiendole atoda costa cumplir arriesgando su vida y pertenencuia
.
-
El rey tambien le ofercia muchos servicios garantizados y demas cosas
en que favorecian su vida personal incluso a su familia e hijos hasta
que ellos se puedan independizar en casos de riegos que corriera el
vasallo se encontrara en riegos de morir.
-
Tenian ademas de u pacto sagrada el cuyal el vasañllo tenia que tener
ua buena escusa pra abandonar a su rey y desprotejerlo o en otro caso
firmar el contrato poor defender y proteger asu rey mayoritariemente en
los casos.
4. Transcribe un fragmento del Cantar de Roldan que muestre el caracter religioso del hombre medieval.
-
¡ Dios te maldiga ! ¡ Has matado villanamente a mis compañerios! Lo
pagaras ; antes de separarnos te hare aprender el nombre de mi espada.
Gentilmente la comete y le parte la muñeca derecha.[...]
Y cien mil infieles se esca´pan. llameles quien fuere, ellos ya no han de volver.
5. Rastre el Cantar de Roldan y anota en tucuaderno las expresiones que se utiliza para exaltar a los guerreros.
El rey Carlos, nuestro emperador, el Grande, siete años enteros
permaneció en España: hasta el mar conquistó la altiva tierra. Ni un
solo castillo le resiste ya, ni queda por forzar muralla, ni ciudad,
salvo Zaragoza, que está en una montaña. La tiene el rey Marsil, que a
Dios no quiere. Sirve a Mahoma y le reza a Apolo. No podrá remediarlo:
lo alcanzará el infortunio.
II
El rey Marsil se encuentra en Zaragoza. Se ha ido hacia un vergel, bajo
la sombra. En una terraza de mármoles azules se reclina; son más de
veinte mil en torno a él. Llama a sus condes y a sus duques:
-Oíd, señores, qué azote nos abruma. El emperador Carlos, de Francia, la
dulce, a nuestro país viene, a confundirnos. No tengo ejército que
pueda darle batalla; para vencer a su gente, no es de talla la mía.
Aconsejadme, pues, hombres juiciosos, ¡guardadme de la muerte y la
deshonra!
No hay infiel que conteste una palabra, salvo Blancandrín, del castillo de Vallehondo.
III
Entre los infieles, Blancandrín es juicioso: por su valor, buen
caballero; por su nobleza, buen consejero de su señor. Le dice al rey:
-¡Nada temáis! Enviad a Carlos, orgulloso y altivo, palabras de servicio
fiel y de gran amistad. Le daréis osos, y leones y perros, setecientos
camellos y mil azores mudados, cuatrocientas mulas, cargadas de oro y
plata y cincuenta carros, con los que podrá formar un cortejo: con
largueza pagará así a sus mercenarios. Mandadle decir que combatió
bastante en esta tierra; que a Aquisgrán, en Francia, debería volverse,
que allí lo seguiréis, en la fiesta de San Miguel, que recibiréis la ley
de los cristianos; que os convertiréis en su vasallo, para honra y para
bien. ¿Quiere rehenes?, pues bien, mandémosle diez o veinte, para darle
confianza. Enviemos a los hijos de nuestras esposas: así perezca, yo le
entregaré el mío. Más vale que caigan sus cabezas y no perdamos
nosotros libertad y señorío, hasta vernos reducidos a mendigar.
IV
Prosigue Blancandrín:
-Por esta diestra mía, y por la barba que flota al viento sobre mi
pecho, al momento veréis deshacerse el ejército del adversario. Los
francos regresarán a Francia: es su país. Cuando cada uno de ellos se
encuentre nuevamente en su más caro feudo, y Carlos en Aquisgrán, su
capilla, tendrá, para San Miguel, una gran corte. Llegará la fiesta,
vencerá el plazo: el rey no tendrá de nosotros palabra ni noticia. Es
orgulloso, y cruel su corazón: mandará cortar las cabezas de nuestros
rehenes. ¡Más vale que así mueran ellos antes de perder nosotros la
bella y clara España, y padecer los quebrantos de la desdicha!
Los infieles dicen:
-Quizá tenga razón.
V
El rey Marsil ha escuchado a sus consejeros. Llama a Clarín de Balaguer,
Estamarín y su par Eudropín, y a Priamón y Guarlan el Barbudo, y a
Machiner y su tío Maheu, y a Jouner y a Malbián de Ultramar, y a
Blancandrín, para hablar en su nombre. Entre los más felones, toma a
diez aparte y les dice:
-Señores barones, iréis hacia Carlos. Está ante la ciudad de Cordres, a
la que ha puesto sitio. Llevaréis en las manos ramas de olivo, en señal
de paz y humildad. Si gracias a vuestra habilidad, podéis llegar a un
acuerdo con él, os daré oro y plata a profusión, tierras y feudos a la
medida de vuestros deseos.
-¡Nos colmáis con ello! -dicen los infieles.
VI
El rey Marsil ha escuchado a sus consejeros. Dice a sus hombres:
-Señores, partiréis. Llevaréis en las manos ramas de olivo, y le diréis
al rey Carlomagno que por su Dios tenga clemencia; que no verá pasar
este primer mes sin que yo esté junto a él con mil de mis fieles; que
recibiré la ley cristiana y me convertiré en su deudor con todo amor y
toda fe. ¿Quiere rehenes? Pues, en verdad, los tendrá.
-Con ello obtendréis un buen acuerdo -dice Blancandrín.
VII
Marsil manda traer diez mulas blancas, que le había enviado el rey de
Adalia. Son de oro sus frenos; las sillas tienen incrustaciones de
plata. Los mensajeros montan; llevan en las manos ramas de olivo. Van
hacia Carlos, que en Francia tiene su feudo. No podrá remediarlo Carlos:
lo engañarán.
VIII
El emperador se muestra alegre; está de buen humor, pues ya conquistó
Cordres. Ha destruido sus murallas y ha abatido las torres con sus
catapultas. Sus caballeros han hallado gran botín: oro, plata y
preciosas armaduras. Ni un solo infiel quedó en la villa: todos murieron
o fueron bautizados.
El emperador se halla en un gran vergel: junto a él, están Roldán y
Oliveros, el duque Sansón y el altivo Anseís, Godofredo de Anjeo,
gonfalonero del rey, y también Garín y Gerer, y con ellos muchos más:
son quince mil de Francia, la dulce. Los caballeros se sientan sobre
blancas alfombras de seda; los más juiciosos y los ancianos juegan a las
tablas y al ajedrez para distraerse, y los ágiles mancebos esgrimen sus
espadas. Bajo un pino, cerca de una encina, se alza un trono de oro
puro todo él: allí se sienta el rey que domina a Francia, la dulce. Su
barba es blanca, y floridas sus sienes; su cuerpo es hermoso, su porte
altivo: no hay necesidad de señalarlo al que lo busque. Y los mensajeros
echan pie a tierra y lo saludan con amor y respeto.
IX
Blancandrín es el primero en hablar. Dícele al rey:
-¡Os saludo en nombre del glorioso Dios que debemos adorar! Oíd lo que
os manda decir el valeroso rey Marsil. Se ha instruido en la ley
salvadora; por ello quiere daros riquezas a profusión, osos y leones,
perros que se pueden llevar con correa, setecientos camellos y mil
azores mudados, cuatrocientas mulas, cargadas de oro y plata, cincuenta
carros con los que formaréis un cortejo, y colmados de tantos besantes
de oro fino que podréis pagar con largueza a vuestros mercenarios.
Durante largo tiempo permanecisteis en esta tierra. A Aquisgrán, en
Francia, os convendría regresar. Allí os seguirá, os lo promete, mi
señor.
El emperador alza las manos hacia Dios, inclina la cabeza y se pone a meditar.
X
El emperador mantiene inclinada la cabeza. Jamás fueron apresuradas sus
palabras: tal es su costumbre, sólo habla cuando le viene en gana.
Cuando por fin se yergue, resplandece de orgullo su rostro.
-Habéis hablado muy bien -contesta a los mensajeros-. Mas el rey Marsil
es mi gran enemigo. ¿Qué garantía tendré yo sobre las palabras que
acabáis de pronunciar?
-Tendréis rehenes -replica el sarraceno-. Diez, quince o veinte. Así
deba perecer, pondré con ellos a un hijo mío, y recibiréis, según creo,
otros de mayor alcurnia. Cuando os encontréis en vuestro soberbio
palacio, durante la gran fiesta de San Miguel del Peligro, estará junto a
vos mi señor, os lo asegura. Allí, en vuestras fuentes, que Dios hizo
para vos, quiere recibir el bautismo.
Responde Carlos:
-Quizá pueda alcanzar aún la salvación.
XI
La tarde es hermosa y luce claro el sol. Carlos ordena que las diez
mulas sean conducidas al establo y hace levantar una tienda en el gran
vergel. Allí dará albergue a los diez mensajeros; doce sargentos cuidan
con esmero de su servicio. Reposan esa noche hasta que despunta el claro
día. El emperador se ha levantado temprano; ha escuchado misa y
maitines. Se ha retirado bajo un pino y manda llamar a sus barones para
hacerse aconsejar: en toda circunstancia, quiere que sus guías sean los
de Francia.
XII
El emperador Se halla bajo un pino; ha llamado a sus barones para
escuchar su consejo; el duque Ogier y el arzobispo Turpín, Ricardo el
Viejo y su sobrino Enrique, y también el animoso conde de Gascuña
Acelino, Tibaldo de Reims y su primo Milón. Vienen asimismo Gerer y
Garín; y con ellos el conde Roldán y Oliveros, el noble y denodado; son
más de mil los guerreros de Francia; también se halla Ganelón, el que
había de traicionarlos. Da comienzo entonces el consejo que debía
acarrear terrible infortunio.
XIII
-Señores barones -dice el emperador Carlos-, el rey Marsil me ha enviado
sus mensajeros. Desea darme de sus riquezas a profusión: osos y leones,
perros amaestrados para que se les pueda llevar con correa, setecientos
camellos y mil azores a punto de ser mudados, cuatrocientas mulas
cargadas de oro de Arabia y además cincuenta carros. Pero me pide que me
retire a Francia: dice que me seguirá a Aquisgrán, a mi palacio, y que
recibirá nuestra ley, la más santa, según confiesa; será cristiano,
tendrá sus tierras como vasallo mío. Pero ignoro cuál es el fondo de su
corazón.
-Desconfiemos -dicen los franceses.
XIV
El emperador ha expresado su pensamiento. El conde Roldán, que no está
de acuerdo, al momento se yergue para contrariarlo. Le dice al rey:
-¡Desdichado de vos, si creéis las palabras de Marsil! Son ya siete años
enteros los que llevamos en España. He conquistado para vos Noples y
Comibles; he tomado Valtierra y las tierras de Pina, Balaguer, Tudela y
Sevil. Entonces el rey Marsil llevó a cabo una gran traición: envió a
quince de sus infieles hacia vos, llevaban todos una rama de olivo en la
mano y os dijeron las mismas palabras que ahora. Pedisteis consejo a
vuestros franceses. A fe que os lo dieron muy insensato: enviasteis al
infiel a dos de vuestros condes, uno era Basan y el otro. Basilio; cerca
de Altamira, en pleno monte, cortó sus cabezas. ¡Continuad la guerra
como la emprendisteis! Conducid a Zaragoza a la flor de vuestro
ejército; ponedle sitio, así deba durar toda vuestra vida, y vengad
aquellos que el traidor mandó matar.
XV
El emperador mantiene inclinada la cabeza. Alisa su barba y manosea su
mostacho; ni aprueba a su sobrino, ni lo regaña: nada responde. Los
franceses guardan silencio, excepto Ganelón. Se pone de pie, e irguiendo
el cuerpo, se presenta ante Carlos. Con gran altivez comienza a hablar,
y dice al rey:
-¡Ay de vos si escucháis al villano, sea yo, o cualquier otro, que no os
aconsejara para vuestro bien! Cuando el rey Marsil os manda decir que
se convertirá en vuestro vasallo, juntas las manos, y que recibirá toda
España como un don de vuestra gracia, y que además acatará la ley que
nosotros observamos, aquel que os aconseje que desechemos semejante
acuerdo en poco aprecia, señor, nuestra vida. No debe prevalecer un
consejo de orgullo. ¡Dejemos a los locos, atengámonos a los juiciosos!
XVI
Entonces se adelanta Naimón; no existe mejor vasallo en toda la corte. Le dice al rey:
-Habéis oído la respuesta de Ganelón; es muy sensata, sólo os resta
ponerla en práctica. El rey Marsil ha perdido la guerra: le habéis
tomado todos sus castillos; con vuestras catapultas habéis destrozado
sus murallas; habéis incendiado sus ciudades y vencido a sus hombres.
Hoy, cuando os pide que le otorguéis clemencia, sería pecado causarle
más desdichas. Puesto que quiere entregaros rehenes como garantía, no
debéis prolongar esta gran guerra.
-¡El duque tiene razón! -dicen los franceses.
XVII
-Señores barones, ¿a quién hemos de enviar a Zaragoza, hacia el rey Marsil? -pregunta Carlos. El duque Naimón responde al punto:
-Iré yo, con vuestra venia: entregadme, pues, el guante y el bastón.
-Sois hombre de buen consejo -dice el rey-; por mis barbas que no os
alejaréis de mi lado tan pronto. ¡Regresad a vuestro sitio, que nadie os
pidió nada!
XVIII
-Señores barones, ¿a quién podríamos enviar al sarraceno que es dueño de Zaragoza?
-Muy bien podría ser yo -contesta Roldán.
-Por cierto que no iréis -dice el conde Oliveros-. Vuestro corazón es
violento y altivo, llegaríais a las manos, mucho me temo. Si el rey lo
desea, podría ir yo.
-¡Callaos ambos! -interrumpe el rey-. Ni vos, ni él, pondréis allí los
pies. Por mis barbas, que veis aquí blancas, ¡ay del que me nombre a
alguno de los doce pares!
Los franceses guardan silencio, intimidados.
XIX
Turpín de Reims se ha incorporado; sale de la fila y dice al rey:
-¡Dejad tranquilos a vuestros francos! Siete años permanecisteis en este
país: han soportado muchas penas aquí, muchas fatigas. Mas dadme,
señor, el guante y el bastón, e iré hacia el sarraceno de España: tengo
ganas de ver cómo está hecho.
-¡Id y sentaos sobre esa alfombra blanca! ¡No volváis a tomar la palabra
sobre este asunto, a menos que os lo ordene yo! -replica, irritado, el
emperador.
XX
-Caballeros francos -dice el emperador Carlos-, elegidme a un barón de mis dominios que pueda llevar a Marsil mi mensaje.
Roldán exclama:
-Que sea Ganelón, mi padrastro.
Dicen los franceses:
-Por cierto que es el hombre indicado; no podríais enviar a ninguno más sensato.
Y el conde Ganelón se siente penetrado por la angustia. Retira de su
cuello las amplias pieles de marta, descubriendo su brial de seda. Sus
ojos son veros, su rostro altivo; noble es su cuerpo y su pecho amplio:
tan hermoso se muestra que todos sus pares lo contemplan. Ganelón se
encara con Roldán:
-¡Insensato! ¿Cuál es el motivo de tu frenesí? Todos aquí saben que soy
tu padrastro, y sin embargo, me has señalado para ir al encuentro de
Marsil. ¡Si Dios permite que regrese de esta empresa, te causaré males
que durarán hasta el fin de tus días!
-Son ésas palabras dictadas por el orgullo y la demencia -replica
Roldán-. Bien saben todos que no me cuido de amenazas; mas para hacerse
cargo de un mensaje se necesita tener juicio. Si lo desea el rey, estoy
dispuesto: iré en vuestro lugar.
XXI
-¡No harás tal! -responde Ganelón-. Ni eres tú vasallo mío, ni soy yo tu
señor. Carlos me ordena que cumpla su servicio: iré, pues, a Zaragoza,
donde está Marsil; mas antes de haberse apaciguado en mí la gran cólera
que me invade, habré hecho una de las mías.
Al escuchar tales palabras, Roldán comienza a reír.
XXII
Al advertir Ganelón la burla de Roldán, lo invade tal despecho que está a
punto de estallar de rabia; poco le falta para perder el juicio.
-Mal os quiero, a vos que habéis hecho recaer sobre mí esta elección
injusta -le dice el conde-. Buen emperador, heme dispuesto; quiero
llevar a cabo vuestra orden.
XXIII
-¡Iré a Zaragoza! Es necesario, bien lo sé. Quien pone allí los pies, no
ha de regresar. Recordad, por sobre todas las cosas, que vuestra
hermana es mi esposa. Me ha dado un hijo, el más hermoso que existe. Su
nombre es Balduino -añade-, ha de ser un hombre valeroso. A él dejo en
herencia mis tierras y mis feudos. Tomadlo bajo vuestra protección, pues
nunca volverán a contemplarlo mis ojos.
-Muy tierno tenéis el corazón -contesta Carlos-. Fuerza os es partir, puesto que así lo ordeno.
XXIV
Dice el rey:
-Acercaos, Ganelón, y recibid el guante y el bastón. Bien lo habéis oído: la elección de los francos ha recaído sobre vos.
-Señor -replica Ganelón-, ¡todo fue por causa de Roldán! Toda mi vida le
guardaré rencor, y también a Oliveros, por ser su amigo. En cuanto a
los doce pares, que tanto lo quieren, aquí mismo los desafío, señor,
ante vuestros ojos.
-Sois demasiado iracundo -observa el rey-. Verdad es que iréis, puesto que es mi mandato.
-Tal haré, mas sin ninguna garantía, como les sucedió a Basilio y a su hermano Basan.
XXV
El emperador le entrega el guante, aquel que lleva en la mano derecha.
Mas el conde Ganelón hubiera deseado hallarse a muchas leguas. Cuando se
decide a tomarlo, el guante cae a tierra. Los franceses dicen:
-¡Dios! ¿Qué augurio es ése? Grandes males habrá de acarrearnos esta empresa.
-Caballeros -dice Ganelón-, ¡ya tendréis noticias de ello!
XXVI
-Señor -prosigue Ganelón-, dadme vuestra venia para partir. Ya que debo marchar, nada ha de retardarme. Y responde el rey:
-¡Id en nombre de Jesús y con mi venia!
Lo absuelve con su mano diestra y traza sobre él el signo de la cruz. Luego le entrega el bastón y la misiva.
XXVII
El conde Ganelón se dirige hacia su campamento. Adorna su persona con
los mejores aderezos que puede hallar. En sus pies, coloca espuelas de
oro y ciñe a su costado su espada Murglés. Monta sobre Techebrún, su
corcel, cuyo estribo le sostiene su tío Guinemer. Entonces hubierais
visto llorar a muchos caballeros, que se lamentaban:
-¡Lástima grande de vuestro valor! Largo tiempo pertenecisteis a la
corte del rey, donde se os tenía por noble vasallo. Ni siquiera Carlos
podrá proteger ni salvar al que os señaló para esta misión. No, el conde
Roldán no tendría que haber pensado en vos: vuestra estirpe es
demasiado ilustre.
Y luego añaden:
-¡Señor, llevadnos con vos!
-¡No lo permita Dios, nuestro Señor! Más vale que yo solo muera, para
que vivan tantos buenos caballeros. A Francia, la dulce, habréis de
regresar, señores. Saludad a mi esposa de mi parte, a Pinabel, par y
amigo mío y a mi hijo Balduino… Brindadle vuestra ayuda y reconocedlo
como vuestro señor -responde Ganelón. Y emprende el camino.
XXVIII
Cabalga Ganelón bajo los altos olivares, hasta dar alcance a los
mensajeros sarracenos. Y he aquí que Blancandrín demora largo tiempo a
su lado: ambos conversan con gran astucia. Blancandrín exclama:
-¡Qué hombre tan maravilloso es Carlos! Conquistó Apulia y toda
Calabria; ha cruzado el mar salado, obteniendo para San Pedro el tributo
de Inglaterra. ¿Qué más ha de encontrar aquí, en nuestro país?
-Tal es su gusto -responde Ganelón-. Jamás alcanzará hombre alguno su valía.
XXIX
-Son los francos hombres de gran nobleza -observa Blancandrín-. Mas
causan graves males a su señor esos duques y esos condes que en tal
manera lo aconsejan: lo agotan y lo pierden, y con él a los que lo
rodean.
Replica Ganelón:
-Eso no reza con nadie, que yo sepa, si no es con Roldán, a quien le
habrá de pesar algún día. La otra mañana, hallábase sentado a la sombra
el emperador. Llegó su sobrino, cubierto con su loriga, trayendo el
botín que había conquistado en Carcasona. Tenía en la mano una
espléndida manzana. “Tomad, mi buen señor”, díjole a su tío, “os ofrezco
como presente las coronas de todos los reyes”. Su orgullo habrá de
perderlo, pues todos los días se brinda a la muerte como presa. ¡Venga
quien lo mate! Gozaríamos entonces de una paz completa.
XXX
-¡Bien se merece el odio Roldán -dice Blancandrín-, pues ambiciona
someter a su dominio a todas las naciones y pretende apoderarse de todas
las tierras! Mas, ¿quiénes habrán de respaldarlo en tales empresas?
-¡Los franceses! Tanto lo aman que jamás podrán abandonarlo. Les da oro y
plata en abundancia, mulas y corceles, telas de seda y armaduras. Al
mismo emperador le regala cuanto desea: habrá de conquistarle estas
tierras hasta Oriente.
XXXI
Tanto cabalgaron juntos Ganelón y Blancandrín que llegan a hacerse una
promesa mutua, jurando cumplirla sobre su fe: buscar el modo de que
muera Roldán. Tanto cabalgaron por caminos y senderos que pusieron
finalmente pie a tierra en Zaragoza, bajo un tejo. A la sombra de un
pino se alza un trono, cubierto de seda de Alejandría. Ahí se sienta el
rey que tiene a toda España bajo su dominio, rodeado de veinte mil
sarracenos. Todos guardan silencio, ansiosos por escuchar las nuevas. Y
he aquí que se aproximan Ganelón y Blancandrín.
XXXII
Blancandrín se presenta ante Marsil; lleva de la mano al conde Ganelón. Dice, dirigiéndose al rey:
-¡Salud, en nombre de Mahoma y de Apolo, cuyas santas leyes observamos!
Dimos parte a Carlos de vuestro mensaje. Alzó ambas manos hacia los
cielos y alabó a su Dios, sin responder cosa alguna. Mas os envía uno de
sus nobles barones, éste que aquí veis, y que todos consideran en
Francia como ilustre caballero. Él os dirá si tendremos paz o no.
-¡Que hable -responde Marsil-, lo escucharemos!
XXXIII
Mas el conde Ganelón había estado pensándolo mucho. Comienza desplegando
grandes artes, cual hombre versado en el discurso. Dícele al rey:
-¡Salud, en nombre del glorioso Dios que debemos adorar! He aquí lo que
os manda decir Carlomagno, el esforzado: recibid la santa ley cristiana,
y él habrá de entregaros como feudo la mitad de España. Si no os place
aceptar este acuerdo, se os tomará cautivo, y encadenado de viva fuerza,
seréis conducido a Aquisgrán; allí se os juzgará y pondrase fin a
vuestra vida: vuestra muerte será vil y ultrajante.
Se estremece el rey Marsil. En la mano tiene un dardo, emplumado de oro: su deseo es herir, pero lo retienen.
XXXIV
El rey Marsil ha mudado de color y apresta su jabalina. Al verlo
Ganelón, lleva la mano a su espada, desenvainándola la largura de dos
dedos. Dice, dirigiéndose a ella:
-Muy bella eres, y muy clara. ¡No en vano te llevé tan largo tiempo en
la real corte! No habrá de decir el emperador de Francia que sucumbí
solo en tierra extraña sin que los más valientes te hayan comprado a tu
precio.
-¡Impidamos el combate! -dicen los infieles.
XXXV
Tantos han sido los ruegos de los más ilustres sarracenos que Marsil ha vuelto a sentarse en su trono. Dice el califa:
-Nos hubierais dejado en mala postura, pretendiendo herir al francés; más os valía escuchar y comprender.
-Señor -dice Ganelón-, son éstas cosas que debo por fuerza soportar.
Pero no dejaría de trasmitiros, por todo el oro que hizo Dios, y por
todas las riquezas de este país, lo que Carlos, el poderoso rey, os
manda decir por mi boca, si es que me dais lugar, considerándoos como a
mortal enemigo.
Lo cubre un manto de marta cebellina, forrado de seda de Alejandría. Lo
hace a un lado y Blancandrín lo recibe en sus manos; mas se guarda muy
bien de soltar su espada. En su puño derecho, la mantiene sujeta por el
dorado pomo. Y dicen los infieles:
-¡Es noble barón!
XXXVI
Ganelón avanza hacia el rey y le dice:
-Os irritáis sin motivo, ya que Carlos, que reina en Francia, os manda
decir esto: recibid la ley de los cristianos, os entregará como feudo la
mitad de España. La otra mitad será para Roldán, su sobrino: de ese
modo habréis de compartir con un altivo señor. Si no os place aceptar
este acuerdo, vendrá el rey a poner sitio a Zaragoza: se os tomará
cautivo y de viva fuerza se os cargará de ligaduras; seréis conducido
derechamente a Aquisgrán y no tendréis para el camino palafrén ni
corcel, mulo ni mula, para poder cabalgar; se os arrojará sobre mala
bestia de carga. Una vez allí, luego de juzgaros, se os cortará la
cabeza. He aquí la misiva que os envía nuestro emperador.
Se lo entrega al infiel, con la mano diestra.
XXXVII
Marsil palidece de ira. Rompe el sello, tira la cera, mira el breve y lee lo que lleva escrito:
-Carlos, el rey que tiene a Francia bajo su dominio, me dice que traiga a
mi memoria el dolor y la cólera que lo invadieron cuando corté las
cabezas de Basan y su hermano Basilio, en los montes de Altamira. Si
quiero preservar mi vida, es preciso que le envíe a mi tío, el califa;
de otro modo, jamás gozaré de su favor.
Entonces toma la palabra el hijo de Marsil:
-Ganelón ha hablado como un loco -le dice al rey-. Ha llegado demasiado
lejos: no tiene derecho a la vida. Entregádmelo, y yo haré justicia.
Al oír estas palabras Ganelón, blande su espada, corre hacia un pino y toma apoyo en su tronco.
XXXVIII
Marsil se ha retirado en el vergel. Ha llevado consigo a los mejores de
entre sus vasallos. Con ellos va Blancandrín, el de la cabellera
encanecida, y Jurfaret, su hijo y heredero, y el califa, su tío y fiel
amigo. Blancandrín dice:
-Llamad al francés: me ha jurado sobre su fe servirnos.
-Traedlo, entonces -responde Marsil.
Y Blancandrín, tomándolo de la mano diestra, lo conduce por el vergel
hasta donde se halla el rey. Allí conciertan entre todos la infame
traición.
XXXIX
-Buen caballero Ganelón -dícele Marsil-, os traté con alguna ligereza
cuando cegado por la cólera, estuve a punto de heriros. Ofrezco en
prenda de mi palabra estas pieles de marta cebellina, cuyo precio vale
más de quinientas libras: mañana, antes de la caída del sol, os habré
pagado una buena multa.
-No la rechazo -responde Ganelón-. ¡Que Dios os recompense, si le place!
XL
-Ganelón -dice Marsil-, sabed que, en verdad, me siento impulsado a
apreciaros en alto grado. Deseo que me habléis de Carlomagno. Es ya muy
viejo, ha cumplido su tiempo; según mi parecer, debe tener más de
doscientos años. Por tantas tierras ha llevado su cuerpo, tantas
estocadas ha recibido su escudo, tantos opulentos reyes se vieron por su
culpa convertidos en mendigos, ¿cuándo estará harto de guerrear?
-Carlos no es cual vos pensáis -responde Ganelón-. No hay hombre que al
verlo y al aprender a conocerlo, no diga: “el emperador es un valiente”.
No podrían mis palabras alabarlo y ensalzarlo lo suficiente: hay en él
más honor y más virtudes de las que puedo expresar. ¿Quién podría
describir su inmenso valor? ¡Tanta nobleza hace Dios resplandecer en su
persona! Preferiría morir antes que faltar a sus barones.
XLI
-Buen motivo tengo para maravillarme -añade el infiel-. Carlomagno es
viejo y blanca su cabeza; en mi opinión, debe tener más de doscientos
años; por tantas tierras ha llevado a la lucha su cuerpo, ha recibido
tantos tajos y lanzazos, tantos opulentos reyes se han convertido por su
culpa en mendigos, ¿cuándo se cansará de guerrear?
-Nunca -responde Ganelón-, mientras viva su sobrino. No hay hombre más
valeroso que Roldán bajo el firmamento. Y también es varón esforzado su
amigo Oliveros. Y los doce pares, que tanto ama Carlos, forman su
vanguardia con veinte mil caballeros. Carlos está bien seguro, no teme a
ningún ser viviente.
XLII
-Me maravilla en gran manera -repite el sarraceno-. Carlomagno tiene el
cabello blanco; calculo que debe tener doscientos años, si no más; por
tantas tierras ha llevado sus conquistas; tantos golpes de lanzas
penetrantes recibió, tantos opulentos reyes fueron muertos y vencidos
por él en la batalla, ¿cuándo se cansará por fin de guerrear?
-Nunca -dice Ganelón-, mientras viva Roldán.
No hay ninguno tan valeroso como él desde aquí hasta el Oriente. Y
también su compañero Oliveros es varón esforzado. Y los doce pares, que
tanto ama Carlos, forman su vanguardia con veinte mil franceses. Carlos
está bien seguro; no teme a ningún ser viviente.
XLIII
-Buen caballero Ganelón -dice el rey Marsil-, tengo un ejército tan
brioso como nunca lo veréis; puedo contar con cuatrocientos mil
caballeros: ¿podré combatir a Carlos y sus franceses?
-¡Eso se dice pronto! Vuestras mesnadas se perderían en masa. ¡Desechad
las locuras; ateneos a vuestro juicio! Enviad al emperador tantos
regalos que todos los franceses queden maravillados. Con sólo mandarle
veinte rehenes, al punto veréis al rey regresar a Francia, la dulce.
Dejará su retaguardia a sus espaldas. Con ella quedará, supongo, su
sobrino, el conde Roldán y también el animoso y cortés Oliveros: pueden
darse por muertos los dos condes, si encuentro quien atienda a mis
consejos. Carlos verá quebrantarse su orgullo; por siempre perderá el
deseo de contender nuevamente con vos.
XLIV
-Buen caballero Ganelón, ¿de qué medio puedo valerme para que Roldán perezca?
-Os lo voy a decir -responde Ganelón-. Partirá el rey hacia los mejores
puertos de Cize; dejará su retaguardia a sus espaldas. Con ella quedará
el poderoso conde Roldán y Oliveros, en quien tanto confía éste, al
mando de veinte mil franceses. Enviadle cien mil de los vuestros para
darles la primera batalla. Las huestes de Francia hallarán gran
quebranto, aunque también habrán de sufrir los vuestros, no lo niego.
Mas entablad luego la segunda batalla: ya sea en la una o en la otra, no
habrá de salvarse Roldán. Habréis llevado a cabo, entonces, una gran
proeza y nunca en vuestra vida volveréis a tener guerra.
XLV
-Aquel que logre la muerte de Roldán, habrá privado a Carlos del brazo
derecho de su cuerpo. Sonará la hora de los magníficos ejércitos. No
reunirá ya Carlos tan numerosas mesnadas. ¡Hallará el reposo la Tierra
de los Padres!
Al oír Marsil estas palabras, besa a Ganelón en el cuello; luego ordena que le traigan sus tesoros.
XLVI
-Los consejos se van en humo -dice Marsil-. Juradme que traicionaréis a Roldán.
-¡Sea, según vuestro deseo! -responde Ganelón. Sobre las reliquias de su espada Murglés, jura la traición; y su acción es vil.
XLVII
Había ahí un asiento, todo de marfil. El rey hace traer un libro: en él
está escrita la ley de Mahoma y de Tervagán. Y el sarraceno de España
jura que si encuentra a Roldán en la retaguardia, habrá de combatirlo
con toda su gente, y que si de él depende, el conde hallará la muerte en
esa acción.
-¡Así se cumplan vuestros deseos! -responde Ganelón.
XLVIII
Se acerca entonces un infiel, Valdabrún, presentándose ante el rey Marsil. Con faz risueña, dícele a Ganelón:
-Tomad mi espada, nadie posee otra mejor; su pomo tan sólo vale más de
mil escudos. Os la doy en prenda de amistad, buen caballero, y vos nos
ayudaréis a encontrar en la retaguardia al animoso Roldán.
-Así será -responde el conde Ganelón. Luego se besan en la cara y en la barba.
XLIX
-Luego se acerca otro infiel, Climonn. Con faz risueña, le dice a Ganelón:
-Tomad mi yelmo, jamás vi otro más rico, y ayudadnos contra el marqués Roldán, de tal guisa que podamos afrentarlo.
-Así será -responde Ganelón. Y se besan en la boca y la mejilla.
L
Viene entonces la reina Abraima, y le dice al conde:
-Mucho os aprecio, caballero, pues mi señor y sus hombres os tienen gran
afecto. Quiero enviarle a vuestra esposa dos collares: son de oro puro,
incrustados de amatistas y jacintos; valen más que todas las riquezas
de Roma, nunca los poseyó tan bellos vuestro emperador.
El conde los toma y los guarda en su faldriquera.
LI
El rey llama a Malduit, su tesorero, y le pregunta:
-¿Están preparados ya los presentes para Carlos?
-Sí, señor -responde-, de inmejorable manera: setecientos camellos
cargados de oro y plata y veinte rehenes, de los más nobles que existen
bajo el firmamento.
LII
Marsil posa su mano en el hombro de Ganelón, diciéndole:
-Muy valiente sois, y muy juicioso. Por esa ley, que tenéis por
sacrosanta, ¡guardaos de apartar vuestro corazón de nuestra causa! Deseo
ofreceros riquezas a profusión, diez mulos cargados con el oro más fino
de Arabia; todos los años habrá de renovarse este regalo. Tomad: he
aquí las llaves de esta gran ciudad; presentad al rey Carlos sus
innumerables tesoros; luego, haced que Roldán quede a retaguardia. Si
logro hallarlo en algún puerto o desfiladero, lo combatiré hasta la
muerte.
Responde Ganelón:
-Me parece que he demorado demasiado.
Y montando en su caballo, emprende el camino.
LIII
El emperador se acerca nuevamente a sus dominios. Ha llegado a la villa
de Gulina, que el conde Roldán había tomado y destruido; a partir de ese
día, permaneció desierta por espacio de cien años. El rey espera
noticias de Ganelón y el tributo de la vasta tierra de España.
Al alba, cuando comienza a despuntar la aurora, el conde Ganelón llega al campamento.
LIV
El emperador ha abandonado temprano su lecho. Ha escuchado misa y
maitines, y se mantiene erguido sobre la hierba verde, delante de su
tienda. A su lado está Roldán, y el esforzado Oliveros, el duque Maimón y
muchos otros. He aquí que llega Ganelón, el conde villano y perjuro, y
comienza a hablar con gran astucia:
-¡Dios os salve! -le dice al rey-. He aquí las llaves de Zaragoza, y un
espléndido tesoro, y veinte rehenes: ponedlos a buen recaudo. El
valeroso rey Marsil me ha mandado deciros que si no os entrega al
califa, no debéis por ello censurarlo, pues con mis propios ojos he
visto cuatrocientos mil hombres en armas, cubiertos con sus cotas y
llevando muchos de ellos el yelmo atado y ceñidas las espadas con pomo
de oro nielado, que acompañaban al califa allende el mar. Huían de
Marsil a causa de la ley cristiana que no deseaban recibir ni guardar.
No se habían alejado cuatro leguas de la costa, cuando los sorprendieron
el viento y la tormenta: todos perecieron ahogados, no volveréis a ver
ninguno de ellos. De hallarse vivo el califa, yo os lo hubiera traído.
En cuanto al rey sarraceno, tened por cierto, señor, que no veréis tocar
a su fin este primer mes sin que él os haya dado alcance en el reino de
Francia: recibirá la ley que vos observáis; juntas las manos, se
convertirá en vuestro vasallo; por vuestra voluntad aceptará el reino de
España.
-¡Alabado sea Dios! -exclama el rey-. Ya que tan bien me habéis servido, obtendréis gran recompensa.
A través del ejército, resuenan mil clarines. Los francos alzan el
campamento, cargan los mulos y se encaminan hacia Francia, la dulce.
LV
Carlomagno ha devastado España; tomó sus castillos y violó sus ciudades.
Él mismo dice que toca a su fin la guerra. Hacia Francia, la dulce,
cabalga el emperador. El conde Roldán ata el gonfalón a su lanza; desde
una altura, la eleva hacia el firmamento: a esta señal, los francos
establecen sus campamentos por toda la región. Mientras tanto, a través
de los anchos valles, cabalgan los infieles, cubiertos con sus cotas,
atado el yelmo, con el escudo al cuello y la espada ceñida, y con las
lanzas enristradas. Al llegar a la cima de unos montes, hacen alto en
una espesura. Son cuatrocientos mil, esperando el alba. ¡Dios! ¡Qué
dolor que no lo sepan los franceses!
LVI
Huye el día, la noche se ha hecho oscura. Carlos, el poderoso emperador,
reposa. Ha tenido un sueño: hallábase en los más grandes puertos de
Cize; sostenían sus manos su lanza de fresno. El conde Ganelón se la
arrebataba y tan violentamente la blandía que hasta el cielo volaban las
astillas.
Carlos duerme; no se ha despertado.
LVII
Después de esta visión, lo asedia otra. Sueña que está en Francia, en
Aquisgrán, su capilla. Una bestia cruel le muerde el brazo derecho. Del
lado de las Ardenas, ve llegar un leopardo, que con gran osadía se
arroja sobre su cuerpo. Del fondo de la sala surge un lebrel que corre
hacia Carlos, galopando y brincando; de una dentellada, parte al primer
animal la oreja derecha y entabla feroz combate con el leopardo. Y los
franceses dicen: “¡Qué terrible batalla!” ¿Quién de los dos vencerá?
Nadie lo sabe.
Carlos duerme, no se ha despertado.
LVIII
Pasa la noche íntegra, el alba despunta clara. El emperador cabalga gallardamente entre las filas del ejercito.
-Señores barones -dice el emperador Carlos-, he aquí los puertos y los
estrechos desfiladeros: elegidme el hombre que deba quedar a
retaguardia.
-Ha de ser Roldán, mi hijastro -responde Ganelón-, no hay barón que le iguale en fiereza.
Óyelo el rey y lo mira duramente. Luego le dice:
-Sois un demonio. Un odio mortal posee vuestro cuerpo. ¿Quién, entonces, habrá de mandar mi vanguardia?
-Ogier de Dinamarca -responde Ganelón-; no tenéis barón que mejor que él pueda hacerlo.
LIX
El conde Roldán ha oído pronunciar su nombre. Habla entonces como cumplido caballero:
-Señor padrastro; buenos motivos tengo para estimaros: me habéis elegido
para mandar la retaguardia. Carlos, el rey que es dueño de Francia, no
habrá de perder palafrén ni corcel, mulo ni mula para cabalgar, ni
tampoco caballo de silla ni de carga que no haya sido defendido con la
espada.
-Bien sé que decís verdad -responde Ganelón.
LX
Cuando Roldán oye que habrá de mandar la retaguardia, se encara, airado, con su padrastro:
-¡Ah, truhán! ¡Mal hombre, de vil estirpe! ¿Habías creído que yo dejaría
caer a tierra el guante, como hiciste tú con el bastón, ante Carlos?
LXI
-Noble emperador -dice el barón Roldán-, dadme el arco que lleváis en el
puño. Nadie me reprochará, creo, haberlo dejado caer, como hizo Ganelón
con el bastón que recibió en su mano diestra.
El emperador mantiene la cabeza gacha. Alisa su barba y retuerce su mostacho. Y no puede contener el llanto.
LXII
Acércase entonces Naimón: no hay mejor vasallo en toda la corte.
-Ya lo habéis oído -le dice al rey-, la cólera invade al conde Roldán.
Ya ha sido señalado para mandar la retaguardia, ninguno de vuestros
barones puede cambiar la elección. ¡Entregadle el arco que habéis
tendido y hallad quien pueda valerle!
El rey le da el arco y Roldán lo recibe.
LXIII
Dice el emperador a su sobrino Roldán:
-Buen caballero, sobrino mío, os ofrezco la mitad de mis mesnadas. Bien
lo sabéis. Conservadlas con vos, serán vuestra salvación.
-Nada de eso haré -responde el conde-. ¡Dios me confunda, si desmiento
mi estirpe! Quedarán conmigo veinte mil animosos franceses. Cruzad vos
los puertos con toda tranquilidad. Haríais mal en temer a nadie, estando
vivo yo.
LXIV
El conde Roldán ha montado su corcel. Hacia él se dirige su compañero,
Oliveros. Llegan luego Garin y el esforzado conde Gerer, y Otón y
Berenguer, e igualmente Astor y el gallardo Anseís. Y también se le
acercan Gerardo de Rosellón, el viejo, y el opulento duque Gaiferos.
-¡Por mi testa -exclama el arzobispo- que he de acompañaros!
-¡Y yo iré con vos! -dice el conde Gualterio-; soy leal a Roldán, y no he de faltarle.
Y todos ellos eligen los veinte mil caballeros que habrán de acompañarlos.
LXV
El conde Roldán llama a Gualterio de Ulmo y le dice:
-Tomad mil franceses, de Francia, nuestra tierra, y ocupad las cumbres y
los desfiladeros, para que el emperador no pierda a uno solo de los
hombres que lo acompañan.
-Así he de hacerlo, por vos -responde Gualterio.
Con mil franceses de Francia, que es su patria, Gualterio sale de las
filas y alcanza los desfiladeros y las alturas. Ninguno descenderá, para
conocer las más penosas nuevas, antes de que se hayan desenvainado
innumerables espadas. Ese mismo día, entablaron una dura batalla con el
rey Almaris, del país de Balferna.
LXVI
Altos son los montes y tenebrosas las quebradas, sombrías las rocas,
siniestras las gargantas. Los franceses las cruzan ese mismo día, con
grandes fatigas. Desde quince leguas de distancia, se oye el ruido de la
marcha de las tropas. Cuando llegan a la Tierra de los Padres y avistan
Gascuña, dominio de su señor, hacen memoria de sus feudos, de las
jóvenes de su patria y de sus nobles esposas. Ni uno de ellos deja de
verter lágrimas de enternecimiento. Más aún que los otros, se siente
pleno de angustia Carlos: ha dejado en los puertos de España a su
sobrino. Lo invade el pesar y no puede contener el llanto.
LXVII
Han quedado en España los doce pares; y con ellos veinte mil franceses
que no conocen el miedo ni temen a la muerte. El emperador retorna a
Francia; esconde su angustia bajo su manto. A su lado cabalga el duque
Naimón, quien le dice:
-¿Qué puede causaros tan grande cuita?
Responde Carlos:
-Quien me hace tal pregunta, me ofende. Tan grande es mi dolor que no
puedo ocultarlo. Ganelón habrá de destruir a Francia. Esta noche un
ángel me otorgó esta visión: Ganelón rompía mi lanza entre mis manos, y
he aquí que ha elegido a mi sobrino para mandar la retaguardia. Lo he
dejado en tierra extraña. ¡Dios!, si lo pierdo, nunca hallaré quien
pueda reemplazarlo.
LXVIII
Llora Carlomagno, no puede contenerse.
Cien mil franceses se entristecen por él y temen por Roldán, invadidos
por extraña angustia. Ganelón, el villano, lo ha traicionado: ha
recibido del rey sarraceno grandes regalos, oro y plata, ciclatones y
paños de seda, mulos y corceles, y camellos y leones. Marsil ha mandado
por toda España a barones, condes, vizcondes, duques y emires,
almocadenes e hijos de caudillos. Reúne en tres días cuatrocientos mil
guerreros y por toda Zaragoza resuenan sus tambores. En la torre más
alta se coloca a Mahoma y todos los infieles lo adoran y le rezan.
Luego, a marchas forzadas, cabalgan todos a través de la Cerdaña; cruzan
los valles, pasan los montes: al fin columbran los gonfalones de las
gentes de Francia. La retaguardia de los doce compañeros no dejará de
aceptar la batalla.
LXIX
El sobrino de Marsil, tocando con un palo el mulo que monta, se adelanta y le dice a su tío con semblante risueño:
-Buen rey y señor mío, ¡os he servido por espacio de largos años! ¡Y por
todo salario, recibí penas y quebrantos! ¡Peleé en tantas batallas y
tantas gané! Dadme un feudo: la honra de llevar contra Roldán el primer
ataque. Perecerá por mi afilada pica. Si me asiste Mahoma, habré de
libertar todas las comarcas de España, desde los puertos hasta
Durestante. Desfallecerá Carlos, los franceses se rendirán y en vuestra
vida no volveréis a tener guerra.
El rey Marsil le entrega, pues, el guante.
LXX
El sobrino de Marsil alza el guante en el puño y se dirige a su tío con altivas palabras:
-Buen rey y señor mío: me habéis hecho gran don. Elegidme ahora doce de
vuestros barones, que con ellos habré de combatir a los doce pares.
Falsarón, hermano del rey Marsil, es el primero en responder:
-Sobrino, buen caballero, iremos, pues, vos y yo y por cierto que
daremos batalla a la retaguardia del gran ejército de Carlos. ¡Está
escrito: perecerán por nuestras manos!
LXXI
Por otro lado llega el rey Corsablín. Es oriundo de Berbería y conocedor
de las artes maléficas. Habla como cumplido barón: ni por todo el oro
de Dios consentiría en cometer una villanía.
Se acerca también al galope Malprimís de Brigantia: son tan ligeros sus
pies que aventajaría a un corcel a la carrera. Con voz sonora, grita
ante Marsil:
-Estaré presente en Roncesvalles. Si allí encuentro a Roldán, bien sabré derrotarlo.
LXXII
Un noble de Balaguer se halla entre ellos. Su cuerpo se muestra lleno de
gallardía y su rostro es abierto y esforzado. Una vez montado en su
corcel y cubierto con su armadura, tiene muy buena estampa. Su valor le
ha granjeado gran fama: ¡qué noble barón, si cristiano fuera!
Ante Marsil, exclama:
-He de ir a Roncesvalles, a jugar mi vida. Si encuentro a Roldán, bien
muerto está, y muerto también Oliveros y los doce pares, y muertos todos
los franceses, para su gran duelo y afrenta. Carlos el grande es ya un
anciano y chochea; desfallecerá y abandonará la guerra. España quedará
en nuestro poder, libertada.
El rey Marsil le da rendidas gracias.
LXXIII
Otro jefe se encuentra allí, oriundo de Moriana: no hay otro más felón
en toda España. Ante Marsil, hace también su vanidoso discurso:
-A Roncesvalles habré de conducir a mis mesnadas: son veinte mil hombres
armados de escudos y lanzas. Si encuentro a Roldán en mi camino, dadlo
por muerto: lo juro por mi fe. Y todos los días habrá de lamentarlo
Carlos.
LXXIV
Por otro lado, se acerca Turgis de Tortosa: tiene título de conde, y la
ciudad le pertenece. Anhela que mala muerte alcance a los franceses.
Junto a los demás, se presenta ante el rey Marsil y le dice:
-¡Nada temáis! Más vale Mahoma que San Pedro de Roma: si vos lo servís,
vuestro ha de quedar el honor del campo. Iré a buscar a Roldán en
Roncesvalles; nadie podrá valerle para evitar la muerte. Ved cuan buena y
larga es mi espada: quiero esgrimirla contra Durandarte. ¿Cuál de las
dos habrá de vencer? Pronto tendréis nuevas de ello. Perecerán los
franceses, si contra nosotros emprenden la lucha. Dolor y afrenta
alcanzarán a Carlos el Viejo. Nunca más llevará corona en esta tierra.
LXXV
Llega de otro lugar Escremis de Valtierra. Es sarraceno y Valtierra es su feudo. Entre la multitud, su voz clama ante Marsil:
-Para afrentar el orgullo, iré yo a Roncesvalles. Si hallo a Roldán,
habrá de perder allí mismo su cabeza, e igual sucederá a Oliveros, el
que manda entre los demás. La muerte ha marcado ya a los doce pares.
Perecerán todos los franceses y Francia quedará vacía. No quedarán ya
buenos vasallos para servir a Carlos.
LXXVI
Y he aquí que se aproximan por otro costado dos sarracenos: Estorgán y
su compañero Estramariz, ambos villanos y traidores reconocidos. A ellos
se dirige Marsil:
-¡Señores, avanzad! Iréis a Roncesvalles, cruzando los desfiladeros, y ayudaréis a conducir mis mesnadas.
-Obedeceremos vuestro mandato -responden-. Atacaremos a Roldán y a
Oliveros; no tendrán los doce pares quien les valga ante la muerte. Son
buenas y tajantes nuestras espadas: rojas habrá de tornarlas la cálida
sangre. Perecerán los franceses y Carlos derramará su llanto; os
devolveremos la Tierra de los Padres. Creedlo, señor; en verdad habréis
de verlo: os entregaremos al propio emperador.
LXXVII
Corriendo se acerca Margaris de Sevilla. A él pertenece la tierra hasta
Cazmarina. Su donosura le granjea el favor de todas las damas; ni una
sola deja de solazarse al verlo, ni de sonreírle amablemente. No hay
entre los infieles mejor caballero. Se acerca por entre el gentío e
interpela al rey, cubriendo su voz todas las demás:
-¡Nada temáis! A Roncesvalles iré para matar a Roldán; no logrará salvar
la vida, al igual que Oliveros. Quedaron aquí los doce pares para
recibir el martirio. He aquí la espada que me envió el emir de Primes;
es de oro su pomo. Os lo juro, habré de templarla en sangre carmesí.
Perecerán los franceses y Francia será ultrajada. Carlos el Viejo, el de
la barba florida, sufrirá por ello cada día pesar y cólera. Antes de
que transcurra un año, contaremos a Francia entre nuestro botín y
podremos conciliar el sueño en el burgo de San Dionisio.
El rey sarraceno se inclina ante él profundamente.
LXXVIII
Por otro lado acude Chernublo de Monegros. Su cabellera flotante
arrastra por los suelos. Es para él juego de niños, cuando está de humor
para ello, llevar largamente la carga de cuatro mulos enalbardados. Se
dice que en su país el sol no luce nunca, no puede crecer el trigo, no
cae lluvia ni se forma rocío; todas las piedras son negras. Algunos
dicen que allí moran los diablos.
-He ceñido mi buena espada -dice Chernublo-. He de teñirla de rojo en
Roncesvalles. Si se cruza en mi camino el valeroso Roldán sin que yo lo
ataque, no creáis nunca más en mi palabra. Con mi espada conquistaré a
Durandarte. Perecerán los franceses, y Francia quedará desierta.
Al escuchar tales razones, reúnense los doce pares. Llevan con ellos a
cien mil sarracenos que arden en deseos de combatir y aprietan el paso. Y
todos juntos se dirigen hacia un bosquecillo de abetos para armarse.
LXXIX
Ármanse los infieles con sus cotas sarracenas, casi todas con triple
espesor de mallas, atan sus excelentes yelmos de Zaragoza y ciñen sus
espadas de acero vienés. Poseen ricos escudos, picas valencianas y
gonfalones blancos, azules y bermejos. Abandonando sus mulos y
palafrenes, han montado sus corceles y cabalgan en apretadas filas. El
día luce claro y brilla el sol: resplandecen todas las armaduras. Para
realzar tal belleza, resuenan mil clarines. Tal es el zafarrancho que
llega a oídos de los franceses. Y dice el conde Oliveros:
-Señor compañero, puede ser que nos topemos con los sarracenos.
-¡Ah! ¡Así lo permita Dios! -responde Roldán-. Aquí habremos de
resistir, por nuestro rey. Es preciso sufrir por él las mayores fatigas,
soportar los grandes calores y los grandes fríos, y perder la piel y
aun el pelo. ¡Cuiden todos de asestar violentas estocadas, para que no
se cante de nosotros afrentosa canción! Mala es la causa de los infieles
y con los cristianos está el derecho. ¡Nunca contarán de mí acción que
no sea ejemplar!
LXXX
Oliveros ha subido a una colina. Mira hacía su derecha, y ve avanzar las
huestes de los infieles por un valle cubierto de hierba. Llama al punto
a Roldán, su compañero, y le dice:
-¡Tan crecido rumor oigo llegar por el lado de España, veo brillar
tantas cotas y tantos yelmos centellear! Esas huestes habrán de poner en
grave aprieto a nuestros franceses. Bien lo sabía Ganelón, el bajo
traidor que ante el emperador nos eligió.
-¡Callad, Oliveros -responde Roldán-; es mi padrastro y no quiero que digáis ni una palabra más acerca de él!
LXXXI
Oliveros ha trepado hasta una altura. Sus ojos abarcan en todo el
horizonte el reino de España y los sarracenos que se han reunido en
imponente multitud. Relucen los yelmos en cuyo oro se engastan las
piedras preciosas, y los escudos, y el acero de las cotas, y también las
picas y los gonfalones atados a las adargas. Ni siquiera puede hacer la
suma de los distintos cuerpos de ejército: son tan numerosos que pierde
la cuenta. En su fuero interno, se siente fuertemente conturbado. Tan
aprisa como lo permiten sus piernas, desciende la colina, se acerca a
los franceses y les relata todo lo que sabe.
LXXXII
-He visto a los infieles -dice Oliveros-. Jamás hombre alguno contempló
tan cuantiosa multitud sobre la tierra. Son cien mil los que están ante
nosotros con el escudo al brazo, atado el yelmo y cubiertos con blanca
armadura; relucen sus bruñidas adargas, con el hierro enhiesto. Habréis
de dar una batalla como jamás se ha visto. ¡Señores franceses, que Dios
os asista! ¡Resistid firmemente, para que no puedan vencernos!
Los franceses exclaman:
-¡Malhaya quien huya! ¡Hasta la muerte, ninguno de nosotros habrá de faltaros!
LXXXIII
Dice Oliveros:
-Muy crecido es el número de los sarracenos y escaso me parece el de
nuestros franceses. Roldán, mi compañero, tocad vuestro olifante: Carlos
lo escuchará y volverá el ejército.
-Locura fuera -responde Roldán-. Perdería por ello mi renombre en
Francia, la dulce. Muy pronto habré de asestar recios golpes con
Durandarte. Sangrará su hoja hasta el oro del pomo. Los viles sarracenos
vinieron a los puertos para labrar su infortunio. Os lo juro: a todos
les espera la muerte.
LXXXIV
-¡Roldán, mi compañero, tocad vuestro olifante! Carlos habrá de oírlo y
volverá con el ejército; podrá socorrernos con todos sus barones.
-¡No permita Dios que por mi culpa sean menoscabados mis parientes y que
Francia, la dulce, arrostre el desprecio! -replica Roldán-. ¡Más bien
habré de dar recios golpes con Durandarte, mi buena espada que llevo
ceñida al costado! Veréis su hoja cubierta de sangre. Los felones
sarracenos se han reunido para desdicha suya. Os lo juro: todos ellos
están señalados para la muerte.
LXXXV
-¡Roldán, mi compañero, tocad vuestro olifante! Carlos, que está
cruzando los puertos, habrá de oírlo. Os lo juro: volverán los
franceses.
-¡No plegue a Dios que jamás hombre vivo pueda decir que por causa de
los infieles toqué mi olifante! -responde Roldán-. Nunca escucharán mis
deudos tal reproche. Cuando se entable la feroz batalla, mil y
setecientos golpes habré de asestar y veréis ensangrentarse el acero de
Durandarte. Los franceses son denodados y pelearán valientemente; no
escaparán a la muerte los de España.
LXXXVI
-¿Por qué habrían de menoscabarnos? -insiste Oliveros-. He contemplado a
los sarracenos de España: son tantos que cubren montes y valles,
colinas y llanuras. ¡Poderosos son los ejércitos de esta turba
extranjera y muy reducido el nuestro!
Y responde Roldán:
-¡Ello me enardece más! ¡No plegué al Dios de los cielos ni a sus
ángeles que por mi culpa pierda Francia su valer! ¡Antes prefiero la
muerte a soportar el escarnio! ¡Cuanto más recios sean nuestros golpes,
más habrá de querernos el emperador!
LXXXVII
Roldán es esforzado y Oliveros juicioso. Ambos ostentan asombroso
denuedo. Una vez armados y montados en sus corceles, jamás esquivarían
una batalla por temor a la muerte. Los dos condes son valerosos y nobles
sus palabras.
Los felones sarracenos cabalgan furiosamente.
-Ved, Roldán, cuán numerosos son -dice Oliveros-. ¡Muy cerca están ya de
nosotros, pero Carlos se halla demasiado lejos! No os habéis dignado
tocar vuestro olifante. Si el rey estuviera aquí, no nos amenazaría tal
peligro. Mirad a vuestras espaldas, hacia los puertos de España; podrán
ver vuestros ojos un ejército digno de compasión: quien se encuentre hoy
a retaguardia, nunca más podrá volver a hacerlo.
-¡No pronunciéis tan locas palabras! ¡Malhaya el corazón que se ablande
en el pecho! En este lugar resistiremos firmemente. Por nuestra cuenta
correrán los lances y refriegas.
LXXXVIII
Cuando advierte Roldán que está por entablarse la batalla, ostenta más
coraje que un león o leopardo. Interpela a los franceses y a Oliveros:
-Señor compañero, amigo: ¡contened semejante lenguaje! El emperador que
nos dejó sus franceses ha elegido a estos veinte mil: sabía que no hay
ningún cobarde entre ellos. Es menester soportar grandes fatigas por su
señor, sufrir fuertes calores y crudos fríos, y también perder la sangre
y las carnes. Herid con vuestra lanza, que yo habré de hacerlo con
Durandarte, la buena espada que me dio el rey. Si vengo a morir, podrá
decir el que la conquiste: “Ésta fue la espada de un noble vasallo.”
LXXXIX
Por otro lado, he aquí que se acerca el arzobispo Turpín. Espolea a su
caballo y sube por la pendiente de una colina. Interpela a los franceses
y les echa un sermón:
-Señores barones, Carlos nos ha dejado aquí: Por nuestro rey debemos
morir. ¡Prestad vuestro brazo a la cristiandad! Vais a entablar la
lucha; podéis tener esa seguridad pues con vuestros propios ojos habéis
visto a los infieles. Confesad vuestras culpas y rogad que Dios os
perdone; os daré mi absolución para salvar vuestras almas. Si vinierais a
morir, seréis santos mártires y los sitiales más altos del paraíso
serán para vosotros.
Bajan del caballo los franceses y se prosternan en la tierra. El
arzobispo les da su bendición en nombre de Dios y como penitencia les
ordena que hieran bien al enemigo.
XC
Se yerguen los franceses y se ponen de pie. Están bien absueltos, libres
de todas sus culpas y el arzobispo los ha bendecido en nombre de Dios.
Luego montan nuevamente en sus ligeros corceles. Están armados como
conviene a caballeros y todos ellos se muestran bien aprestados para el
combate.
El conde Roldán llama a Oliveros:
-Señor compañero, bien hablasteis al decir que Ganelón nos había
traicionado. Recibió como salario oro, riquezas y dineros. ¡Séale dado
vengarnos al emperador! El rey Marsil nos compró como quien compra en un
mercado, ¡pero esa mercancía, sólo habrá de obtenerla por el acero!
XCI
Pasa Roldán por los puertos de España cabalgando a Briador, su rápido
corcel. Se halla cubierto de su coraza que realza su figura y blande
denodadamente su lanza. Hacia los cielos endereza la punta; un gonfalón
todo blanco está atado al hierro y las franjas le azotan las manos.
Noble es su apostura, risueño y claro su rostro. Le sigue su compañero, y
los caballeros de Francia lo proclaman su baluarte. Su mirada se dirige
amenazadoramente hacia los sarracenos y luego humilde y mansa hacia los
franceses, a los que dice con gran cortesía estas palabras:
-Señores barones, ¡despacio, cabalgad al paso! Estos infieles van en
busca de su martirio. Antes de que caiga la noche habremos ganado un
botín tan bello como suntuoso: nunca rey de Francia conquistó otro
igual.
Y al tiempo que así hablaba, topáronse los dos ejércitos.
XCII
Dice Oliveros:
-No me impulsa el ánimo a discursos. No os dignasteis tocar vuestro
olifante, y Carlos no está aquí para sosteneros. Ni una palabra sabe de
esto, el esforzado rey, y no es suya la culpa, como tampoco merecen
reproche alguno todos estos valientes. ¡Así pues, cabalgad con todo
vuestro denuedo contra esas huestes! Señores barones, ¡manteneos
firmemente en la contienda! En nombre de Dios os exhorto a bien herir.
¡Golpe dado por golpe recibido! Y no olvidemos la divisa de Carlos.
Al oír tales palabras, los francos claman el grito de guerra:
-¡Montjoie!
Quien así los hubiera escuchado gritar, tendría memoria de un magnífico
denuedo. Luego cabalgan, ¡Dios, cuán fieramente!; para llegar antes,
clavan las espuelas y comienzan a herir pues, ¿qué otra cosa les queda
por hacer? Los sarracenos los reciben sin miedo. Y he aquí que se
trenzan en combate moros y franceses.
XCIII
El sobrino de Marsil, llamado Aelrot, cabalga el primero ante el
ejército y va diciendo a nuestros franceses palabras afrentosas:
-Francos felones, hoy habréis de combatir contra los nuestros. Aquel que
os tenía bajo su custodia os traicionó. ¡Insensato el rey que os dejó
en los desfiladeros! ¡Perderá su prestigio en este día Francia, la
dulce, y Carlomagno el brazo diestro de su cuerpo!
Cuando esto escucha Roldán, ¡Dios, lo invade gran cuita! Clava espuelas a
su corcel, deja rienda suelta a sus bríos y corre a herir a Aelrot con
todas sus fuerzas. Le rompe el escudo y le desgarra la cota, le abre el
pecho, destrozándole los huesos y le quebranta el espinazo. Le arranca
el alma con su lanza y la tira afuera. Hunde violentamente el hierro,
estremeciendo al cuerpo; con el asta lo derriba muerto del caballo y al
caer se le parte la nuca en dos mitades. No por ello deja Roldán de
hablarle de esta guisa:
-No, hijo de siervo, no está loco Carlos, y jamás amó la traición.
Dejarnos en los desfiladeros fue en él valentía. No habrá de perder en
este día su prestigio Francia, la dulce. ¡Herid, franceses, fue nuestro
el primer golpe! ¡Con nosotros está el derecho y el error acompaña a
estos felones!
XCIV
Un duque, llamado Falsarón, se encuentra allí. Es hermano del rey Marsil
y posee las tierras de Datan y de Abirón. No existe peor truhán bajo
los cielos. Es tan amplia su frente que puede medirse medio pie entre
sus dos ojos. Cuando ve muerto a su sobrino, lo invade gran duelo. Sale
de entre la multitud, retando al primero que encuentra, clama el grito
de guerra de los infieles y lanza a los franceses palabras injuriosas:
-¡En este día, Francia, la dulce, perderá su honor!
Oliveros lo oye y lo invade gran irritación. Clava las doradas espuelas
en su montura y corre a herirlo como barón de buena ley. Le rompe el
escudo, le desgarra la cota; le hunde en el cuerpo las franjas de su
gonfalón y con el asta de la lanza lo arranca de los arzones y lo
derriba muerto. Mira en el suelo al traidor que yace y le dice entonces
fieramente:
-No me cuido de tus bravatas, hijo de siervo. ¡Atacad, franceses, que hoy habremos de vencer!
Y grita la divisa de Carlos:
-¡Montjoie!
XCV
Un rey, llamado Corsablín, se encuentra allí. Es oriundo de Berbería, una lejana comarca.
-Bien podemos entablar esta batalla -les grita a los demás sarracenos-:
son muy pocos los franceses y tenemos derecho a menoscabarlos. No será
Carlos quien salve a uno solo. Ha llegado para ellos el día de su
muerte.
El arzobispo Turpín lo ha oído muy bien. No existe bajo el firmamento
otro hombre a quien más odie. Clava sus espuelas de oro fino y lo
acomete con violencia. Ya le ha roto el escudo, destrozándole la cota,
le ha hundido en el cuerpo su larga lanza. Con fuerza la empuja,
sacudiéndola en las carnes del infiel hasta hacerlo vacilar; luego, con
el asta, lo derriba muerto en el camino. Mirando hacia atrás, ve al
felón caído y no deja de decirle unas palabras:
-Infiel, hijo de siervo, ¡cuán falsamente habéis hablado! Siempre podrá
auxiliarnos mi señor Carlos; no está el huir en el ánimo de nuestros
franceses, y todos vuestros compañeros habrán de quedar inmóviles por
nuestra mano. Oíd esta nueva: preciso es que halléis aquí la muerte.
¡Acometed, franceses! ¡No flaquee ninguno! ¡Es nuestro este primer
golpe, a Dios gracias!
Y grita Turpín para quedar dueño del campo:
-¡Montjoie!
XCVI
Y Garín acomete a Malprimís de Brigantia. El buen escudo del infiel de
nada le vale. Garín le rompe la bloca de cristal y la mitad cae a
tierra. Le desgarra la cota hasta la carne y le hunde su buena pica en
el cuerpo. El sarraceno se desploma como una masa. Satanás se lleva su
alma.
XCVII
Su compañero Gerer ataca al emir. Le destroza la coraza, le desmalla la
cota y en las entrañas le hunde su buena pica; apoya con fuerza, hasta
que el hierro le atraviesa el cuerpo y con el asta lo derriba muerto en
el campo.
-¡Qué magnífica batalla! -dice Oliveros.
XCVIII
El duque Sansón acomete al jefe moro. Le rompe el escudo que ostenta
adornos de oro y florones. De nada le sirve su buena coraza. Le
atraviesa el corazón, el hígado y el pulmón y lo derriba muerto, ¡haya
de llorarlo quien quiera!
-¡Este golpe es de un valiente! -exclama el arzobispo.
XCIX
Y Anseís deja rienda suelta a su corcel y corre a atacar a Turgis de
Tortosa. Le quiebra el escudo bajo la dorada bloca, desgarra de arriba
abajo su doble cota y le hunde en el cuerpo el hierro de su buena pica.
Empuja con fuerza y sale la punta por la espalda del adversario; con el
asta lo derriba muerto sobre el campo.
-¡Ese golpe es de un valiente! -dice Roldán.
C
Y Angkleros, el Gascón, de Burdeos, espolea a su caballo, suelta las
riendas y acomete a Escremis de Valtierra. Le quiebra el escudo que
lleva al cuello, descoyunta sus partes, le rompe el ventalle de la
armadura y lo hiere en el pecho, bajo la garganta; con el asta, lo
derriba muerto de su silla. Luego le dice:
-¡Heos perdido!
CI
Y Otón golpea a un infiel, Estorgán, en el borde superior de su escudo,
de tal suerte que le desgarra los cuarteles de blanco y bermellón; le
rompe las partes de su coraza, le hunde en el cuerpo su afilada pica y
lo derriba muerto sobre su rápido corcel. Luego le dice:
-¡Buscad quien os valga!
CII
Y Berenguer hiere a Estramariz. Le rompe el escudo, le desgarra la
loriga, a través del cuerpo le hunde su poderosa pica; entre mil
sarracenos lo derriba muerto. De los doce pares, diez. hallaron la
muerte; ya sólo quedan vivos dos: Chernublo y el conde Margaris.
CIII
Margaris es un cumplido caballero, de gran donosura y firmeza, ágil y
ligero. Espoleando a su caballo corre a herir a Oliveros. Le rompe su
escudo bajo la bloca de oro puro. A lo largo de sus costados endereza su
pica, mas Dios guarda a Oliveros: su cuerpo no ha sido tocado. El asta
se quiebra, mas él no fue derribado. Margaris pasa a su lado sin que
nadie le estorbe; hace sonar su trompa para reunir a los suyos.
CIV
El combate es magnífico, la lucha se torna general. El conde Roldán no
preserva su persona. Hiere con su pica mientras le dura el asta; después
de quince golpes la ha roto, destrozándola completamente. Entonces
desnuda a Durandarte, su buena espada. Espolea a su caballo y acomete a
Chernublo. Le parte el yelmo en el que centellean los carbunclos, le
desgarra la cofia junto con el cuero cabelludo, le hiende el rostro
entre los dos ojos y la cota blanca de menudas mallas, y el tronco hasta
la horcajadura. A través de la silla, con incrustaciones de oro, la
espada se hunde en el caballo. Le parte el espinazo sin buscar la
juntura y lo derriba muerto con su jinete sobre la abundante hierba del
prado. Luego le dice:
-¡Hijo de siervo! ¡En mala hora os pusisteis en camino! No será Mahoma
quien os preste su ayuda. ¡Un truhán como vos no habría de ganar una
batalla!
CV
El conde Roldán cabalga por todo el campo. Enarbola a Durandarte,
afilada y tajante. Gran matanza provoca entre los sarracenos. ¡Si lo
hubierais visto arrojar muerto sobre muerto y derramar en charcos la
clara sangre! Cubiertos de ella están sus dos brazos y su cota, y su
buen corcel tiene rojos el pescuezo y el lomo. No le va en zaga
Oliveros, ni los doce pares, ni los francos que hieren con redoblado
ardor.
Mueren los infieles, algunos desfallecen. Y el arzobispo exclama:
-¡Benditos sean nuestros barones! ¡Montjoie! Es el grito de guerra de Carlomagno.
CVI
Oliveros cabalga a través del caos reinante en el campo. El asta de su
lanza se ha quebrado y sólo le queda un pedazo. Va a herir a un infiel,
Malón. Le rompe el escudo, guarnecido de oro y de florones, fuera de la
cabeza le hace saltar los dos ojos y se le derraman los sesos hasta los
pies. Y entre los innumerables cadáveres lo derriba muerto. Después mata
a Turgis y Esturgoz. Pero el asta se le ha roto y la madera se astilla
hasta sus puños.
-Compañero, ¿qué hacéis? -le dice Roldán-. En una batalla como ésta, de
poco me serviría un palo. Sólo valen aquí el hierro y el acero. ¿Dónde
está, pues, vuestra espada, cuyo nombre es Altaclara? Tiene guarnición
de oro y su pomo es de cristal.
-No he podido aún desenvainarla -respóndele Oliveros-, ¡tan ocupado me hallaba!
CVII
Mi señor Oliveros desnuda su buena espada, a instancias de su compañero
Roldán y como noble caballero, le muestra el uso que de ella hace. Hiere
a un infiel, Justino de Valherrado. En dos mitades le divide la cabeza,
hendiendo el cuerpo y la acerada cota, la rica montura de oro en la que
se engastan las piedras preciosas y aun el cuerpo del caballo, al que
parte el espinazo. Jinete y corcel caen sin vida en el prado ante él. Y
exclama Roldán:
-¡Ahora os reconozco, hermano! ¡Por golpes como ése nos quiere el emperador!
Por todas partes estalla el mismo grito:
CVIII
El conde Garín monta el caballo Sorel, y el de su compañero Gerer tiene
por nombre Paso-de-Ciervo. Ambos sueltan las riendas, espolean a sus
corceles y van a herir a un infiel, Timocel, el uno sobre el escudo y el
otro sobre la coraza. Las dos picas se rompen en el cuerpo. Lo derriban
muerto en un campo. ¿Cuál de los dos llegó antes? Nunca lo oí decir, y
no lo sé.
El arzobispo Turpín ha matado a Siglorel, el hechicero que había estado
ya en los infiernos: merced a un sortilegio de Júpiter logro tal
empresa.
-¡He aquí a uno que merecía morir por nuestra mano! -dice Turpín.
Y responde Roldán:
-¡Vencido está, el hijo de siervo! ¡Oliveros, hermano mío, tales lances me son gratos!
CIX
La batalla se ha tornado encarnizada. Francos y sarracenos cambian
golpes que es maravilla verlos. El uno ataca y el otro se defiende.
¡Tantas astas se han roto, ensangrentadas! ¡Tantos gonfalones yacen
desgarrados y tantas enseñas! ¡Son tantos los buenos franceses que han
perdido sus jóvenes vidas! Jamás volverán a ver a sus madres ni a sus
esposas, ni a las huestes de Francia que los aguardan en los
desfiladeros. Llorará por ello, y gemirá Carlomagno; mas ¿de qué le
valdrán sus lamentaciones? Nadie podrá socorrerlos. Mala faena le hizo
Ganelón, el día en que se fue a Zaragoza para vender a sus fieles. Por
haber llevado a cabo tal acción, perdió los miembros de su cuerpo y aun
la vida en Aquisgrán, donde fue juzgado y condenado a la horca,
pereciendo con él treinta de sus parientes que no se esperaban esta
muerte.
CX
La batalla es prodigiosa y dura. Roldán hiere sin descanso, y con él
Oliveros. El arzobispo dio ya más de mil golpes y no le van en zaga los
doce pares, ni los franceses que juntos atacan. Por centenas y miles
mueren los paganos. Quien no se da a la fuga, no hallará luego
escapatoria: quiéralo o no, dejará allí su vida. Los francos van
perdiendo su mejores puntales. No volverán a ver a sus padres y
parientes, ni a Carlomagno que los espera en los desfiladeros. En
Francia se levanta una extraña tormenta, una tempestad cargada de
truenos y de viento, de lluvia y granizo, desmesuradamente. Caen los
rayos uno tras otro, en rápida sucesión, y se estremece la tierra. Desde
San Miguel del Peligro hasta los Santos, desde Besanzón hasta el puerto
de Wissant, no hay una casa que no tenga las paredes resquebrajadas.
Espesas tinieblas sobrevienen en pleno mediodía; ninguna claridad, salvo
cuando se raja el cielo. A todo el que lo ve, invade el espanto.
Algunos dicen:
-¡Esto es la consumación de los tiempos, ha llegado el fin del mundo!
Pero ellos nada saben, no son ciertas sus palabras: es un inmenso duelo por la muerte de Roldán.
CXI
Los franceses han combatido con entereza, firmemente. Han perecido
multitudes de infieles, por millares. Apenas lograron salvarse dos sobre
los cien mil que se habían juntado. Y dice el arzobispo:
-¡Valerosos son nuestros guerreros! Nadie los tuvo mejores bajo el
firmamento. Está escrito en los Anales de Francia que nuestro emperador
tiene buenos vasallos.
Recorren el campo, en busca de los suyos; lloran su duelo y su compasión
por sus parientes, de todo corazón, con todo afecto. Contra ellos se
adelanta, entre tanto, el numeroso ejército del rey Marsil.
CXII
Viene Marsil a lo largo de un valle, con el poderoso ejército que ha
juntado. Puede contar con veinte cuerpos de tropa que ha formado en
batalla. Centellean los yelmos de oro, incrustados de pedrería, y
también los escudos, y las lorigas recamadas. Siete mil clarines
pregonan la carga, resuena el clamor por toda la región. Dice Roldán:
-Oliveros, mi compañero y hermano, Ganelón, el villano, ha jurado
nuestra muerte. No ha de quedar oculta su traición; tomará el emperador
ejemplar venganza. Vamos a entablar una batalla áspera y violenta; jamás
habrá visto hombre alguno encuentro semejante. Blandiré a Durandarte,
mi espada, y vos, compañero, heriréis con Altaclara. ¡Por cuántas
tierras las hemos llevado! ¡Cuántas batallas nos fueron por ellas
favorables! ¡No habrán de cantarlas en afrentosa canción!
CXIII
Contempla Marsil el martirio de los suyos. Hace sonar sus cuernos y sus
trompas, luego cabalga con la flor de su poderoso ejército. Entre los
primeros galopa un sarraceno. Abismo: no hay otro más felón en la turba.
Está lleno de vicios y de crímenes, y no cree en Dios, el hijo de Santa
María. Es tan negro como la pez derretida, y más que todo el oro de
Galicia lo tientan la traición y la matanza. Nunca lo vio alguno jugar
ni reír. Pero es valeroso y temerario y por ello es grato al felón rey
Marsil. Enarbola un dragón, en torno al cual se reúnen las huestes
sarracenas. Mal había de quererlo el arzobispo, y desde el instante en
que lo ve, sólo tiene el deseo de matarlo.
-Gran herejía ostenta ese pagano -dícese por lo bajo-. Mucho mejor será que corra a matarlo: jamás gusté de cobardía ni cobarde.
CXIV
El arzobispo comienza la batalla. Monta el caballo que tomó a Gresalle,
un rey al que había matado en Dinamarca. El corcel es de los buenos, muy
rápido; tiene ligeros los cascos, las piernas delgadas, el muslo corto y
ancha la grupa; sus flancos son largos y alto su espinazo. Su cola es
blanca, amarillas sus crines, las orejas son pequeñas y tiene la cabeza
leonada. Ningún otro corcel puede igualarlo a la carrera. ¡Con qué
denuedo lo espolea el arzobispo! Acomete a Abismo, nadie podrá
impedírselo. Corre a golpearle sobre su escudo mágico, en el que se
engastan piedras preciosas, amatistas y topacios, y centellean los
carbunclos: un demonio lo había donado al emir Califa, en el Val Metas, y
éste lo ha obsequiado a Abismo. Hiere Turpín, sin miramientos; después
de su acometida, no creo que el escudo valga ya un mal dinero. Atraviesa
al sarraceno de parte a parte y lo derriba muerto sobre la tierra
desnuda. Y dicen los franceses:
-¡Admirable denuedo! ¡Nadie habrá de escarnecer la cruz mientras la tenga en sus manos el arzobispo!
CXV
Observan los franceses la numerosa hueste de los infieles: por todo el
campo van apareciendo más soldados. Ocurre que llamen a Oliveros y a
Roldán, y a los doce pares, para que les presten su ayuda. Entonces les
dice su parecer el arzobispo:
-Señores barones: no penséis mal. Por Dios os suplico que no os deis a
la fuga, para que ningún valiente pueda cantar de vosotros afrentosa
canción. Mejor nos vale morir combatiendo. Pronto, según nos parece
prometido, llegará nuestro fin, no viviremos más allá de este día; pero
una cosa os puedo asegurar: abiertas de par en par están para vosotros
las puertas del santo Paraíso; allí os sentaréis junto a los Inocentes.
Al oír tales palabras, siéntense los francos tan confortados, que ni uno solo deja de gritar:
-¡Montjoie!
CXVI
Hay allí un moro, de Zaragoza (la mitad de la villa le pertenece); su
nombre es Climorín, y no es hombre de ley. Él es quien recibió el
juramento del conde Ganelón, y luego de besarlo en la boca en señal de
amistad, le hizo don de su yelmo y de su carbunclo. Él afrentará a la
Tierra de los Padres, dice, y al emperador arrebatará su corona. Monta
en su corcel Barbamosca, que es más ligero que el gavilán o la
golondrina. Lo espolea con fuerza, le suelta las riendas y acomete a
Angeleros de Gascuña. Ni el escudo ni la coraza le son de alguna
garantía. El infiel le hunde en el cuerpo la punta de su lanza; apoya
con fuerza, el hierro lo traspasa de parte a parte; con el asta lo
derriba de espaldas en el campo, gritando:
-¡Estos engendros están hechos para ser destruidos! ¡Herid, sarracenos, para romper las filas
Los franceses exclaman:
-¡Dios! ¡Qué valiente perdemos!
CXVII
El conde Roldán llama a Oliveros y le dice:
-Señor compañero, ha muerto Angeleros; no teníamos caballero más valiente.
-¡Dios me conceda vengarlo! -responde el conde.
Clava en su corcel las espuelas de oro puro. Blande Altaclara, cuyo
acero chorrea sangre; con todas sus fuerzas acomete al infiel. Sacude la
hoja en la herida y se desploma el sarraceno; los demonios se llevan su
alma. Luego mata al duque Alfayén, corta la cabeza a Escababi y
desarzona a siete moros; nunca más volverán éstos a prestar su brazo en
la batalla. Roldán exclama:
-¡Gran enojo invade a mi compañero! Bien vale su precio junto a mí. Por tales lances más nos quiere Carlos.
Y con sonora voz, añade:
-¡Al ataque, caballeros!
CXVIII
Por otro lado se acerca un infiel, Valdabrón, quien fue armado caballero
por el rey Marsil. Es dueño en el mar de cuatrocientos bajeles, y no
hay un marinero que no invoque su nombre. Por traición conquistó
Jerusalén y violó el templo de Salomón, matando delante de las fuentes
al patriarca. Él fue quien, luego de recibir el juramento del conde
Ganelón, le hizo entrega de su espada y de mil monedas. Tiene por
montura al caballo llamado Gramimundo, más veloz que el halcón. Clava en
él sus agudas espuelas y embiste a Sansón, el opulento duque. Le parte
el escudo, le rompe la cota y le hunde en la carne las franjas de su
oriflama. Con el asta lo arranca de la silla y lo derriba muerto,
gritando:
-¡Matad, sarracenos, que será fácil la victoria!
Y dicen los franceses:
-¡Dios! ¡Qué duelo por este barón!
CXIX
Sabed que cuando el conde Roldán ve muerto a Sansón, se siente invadido
por hondo pesar. Espolea su corcel y persigue al infiel con todos sus
bríos. Enarbola a Durandarte, más valiosa que el oro puro. Ya lo
embiste, el denodado, y golpea con todas sus fuerzas el yelmo incrustado
de piedras preciosas. Le parte la cabeza, la loriga y el tronco, y la
silla guarnecida y aun el lomo del caballo hiende profundamente. Luego,
¡alábelo quien quiera, o hágale reproche!, a los dos mata.
-¡Cruel es para nosotros este lance! -dicen los infieles.
Y Roldán responde:
-No han de serme gratos los vuestros. ¡Con vosotros va el orgullo y la sinrazón!
CXX
Hay allí un africano, oriundo de África: Malquidán es su nombre, hijo
del rey Malquid. Llevan sus armas incrustaciones de oro y relampaguean
al sol, por sobre todas las demás. El caballo que monta se llama
Saltoperdido; no hay otro que pueda igualarlo a la carrera. Acomete a
Anseís y le asesta un mandoble sobre el escudo, partiéndole los
cuarteles de bermellón y de azur. Le desgarra los paños de su cota y le
hunde en el cuerpo su pica, hierro y madera. Muerto está el conde,
terminó su tiempo.
-Lástima de vos, barón -exclaman los franceses.
CXXI
Va por el campo Turpín, el arzobispo. Jamás cantó misa tonsurado alguno
que llevara a cabo tales hazañas por su mano. Dícele al infiel:
-¡Así te envíe Dios todos los males! Has matado a uno caro a mi corazón.
Azuza a su buen corcel y asesta sobre el escudo toledano del sarraceno golpe tal que lo derriba muerto sobre la hierba verde.
CXXII
Anda por otra parte un infiel, Grandonio, hijo de Capuel, rey de
Capadocia. Cabalga en un corcel llamado Marmorio, más rápido que el
vuelo de las aves. Le suelta las riendas, clava las espuelas y corre a
herir a Garín con todo su ánimo. Le parte su escudo bermejo,
desprendiéndoselo del cuello. Después le abre la cota, le hunde en la
carne su oriflama azul y lo derriba muerto sobre una alta roca. De tal
guisa mata también a Gerer, a Berenguer y a Guido de San Antonio,
corriendo a herir después al opulento duque Austori, quien tenía su
feudo en Valeria y Envers, sobre el Ródano, y que halla la muerte por su
mano. Regocíjanse los infieles, al tiempo que murmuran los franceses:
-¡Qué infortunio para los nuestros!
CXXIII
El conde Roldán enarbola su espada, tinta en sangre. Bien ha llegado a
sus oídos que los francos pierden ánimo y tan grande es su pesar que
parécele que se le desgarra el corazón. Le dice al infiel:
-¡Así te envíe Dios todos los males! ¡Mataste a uno que habrá de costarte muy caro!
Espolea su corcel: ¿quién vencerá? He aquí que han trenzado ya combate.
CXXIV
Era Grandonio valiente y denodado, temible y atrevido en la batalla. Se
ha cruzado Roldán en su camino. Jamás lo ha visto: no obstante lo
reconoce al punto por su altivo rostro, su porte gallardo, su mirada y
su actitud; siente temor, no puede defenderse. Intenta huir, pero en
vano. El conde le asesta tan prodigioso golpe que le raja todo el yelmo
hasta el nasal, le parte la nariz, la boca y los dientes, el tronco todo
y la cota de fuertes mallas, y la montura dorada, desde la perilla
hasta el borde de plata, y aun el lomo del caballo hiere profundamente.
Nada puede impedirlo: a los dos ha dado muerte y se lamentan por ello
todos los de España.
-¡Bien pelea nuestro protector! -dicen los francos.
CXXV
La batalla se torna prodigiosa y precipitada. Los franceses combaten con
vigor y coraje. Cortan puños, costados, espaldas, desgarran las ropas
hasta la carne viva y chorrea la sangre en claros hilos sobre la hierba
verde. ¡Tierra de los Padres, Mahoma te maldiga! ¡Entre todos los
pueblos es más audaz el tuyo! Y no hay un sarraceno que no grite:
-¡Rey Marsil, a caballo! ¡Necesitamos tu ayuda!
CXXVI
Maravillosa y grande es la batalla. Hieren los francos con sus bruñidas
picas. ¡Hubieseis visto tanto dolor, tantos hombres muertos, heridos,
ensangrentados! Yacen los unos sobre los otros, vuelta la faz hacia el
cielo o contra la tierra. No pueden resistir tal quebranto los
sarracenos: quiéranlo o no, abandonan el campo. Y los francos los
persiguen con todos sus bríos.
CXXVII
El conde Roldán llama a Oliveros y le dice:
-Señor compañero, confesadlo: el arzobispo es muy cumplido caballero; no
lo hay mejor bajo el firmamento; bien hiere con la lanza y con la pica.
-¡Prestémosle, pues, nuestro brazo! -responde Oliveros.
A tales palabras han reanudado el combate los francos. Los golpes son
recios, violento el combate. Grande es el desamparo de los cristianos.
¡Cuán bello habría sido ver a Roldán y a Oliveros asestar tajantes
mandobles con sus espadas! El arzobispo lidia con su pica. Pueden
calcularse en cuatro mil los que hallaron la muerte por ellos, pues
cuenta la Gesta que está escrito su número en las cartas y los breves.
Resistieron firmemente los cuatro primeros asaltos, pero el quinto les
infligió gran quebranto. Muchos caballeros franceses perecieron; sólo
quedan sesenta que Dios ha guardado. Antes de morir, habrán de venderse
muy caro.
CXXVIII
Contempla el conde Roldán la gran mortandad de los suyos y llama a Oliveros, su amigo:
-¡Buen señor, querido compañero, por Dios!, ¿qué os parece? ¡Ved cuántos
bravos yacen por tierra! ¡Buen motivo tenemos para apiadarnos de
Francia, la dulce y bella! ¡Cuan desierta quedará, vacía de tales
barones! Ah, rey amigo, ¿por qué no estáis aquí? ¿Qué podríamos hacer,
hermano Oliveros? ¿Cómo darle noticias de nosotros?
Responde Oliveros:
-¿Cómo? No lo sé. Ello podría dar lugar a que se nos afrentase, ¡y antes prefiero morir!
CXXIX
Roldán dice:
-Tocaré el olifante. Llegará a oídos de Carlos, que está pasando los puertos. Os lo juro, retornarán los francos.
Responde Oliveros:
-¡Fuera para todos vuestros parientes gran deshonor y oprobio y pesará
sobre ellos esta afrenta durante toda la vida! Cuando yo os lo aconsejé,
nada hicisteis. Hacedlo ahora, mas no será por indicación mía. ¡No
fuera propio de un valiente tocar el cuerno! ¡Ya vuestros dos brazos
tenéis cubiertos de sangre!
-¡Buenos golpes he dado! -dice el conde.
CXXX
-¡Dura es nuestra batalla! -dice Roldán-. Tocaré mi cuerno y el rey Carlos lo escuchará.
-¡No sería propio de un valiente! -dice Oliveros-. Cuando yo os lo
aconsejé, compañero, no os dignasteis escucharme. Si el rey hubiese
estado aquí no sufriéramos quebranto alguno. Los que ahora yacen no
merecen reproche. Por mis barbas, que si me es dado retornar junto a
Alda, mi gentil hermana, ¡jamás habréis de reposar en sus brazos!
CXXXI
-¿Por qué contra mí volvéis vuestra cólera? -dice Roldán.
Y responde Oliveros.
-Compañero, vuestra es la culpa, pues valor sensato y locura son dos
cosas distintas, y más vale mesura que soberbia. Si tantos franceses
murieron, fue por vuestra ligereza. Nunca más volveremos a servir a
Carlos. Si me hubierais escuchado, habría retornado mi señor; la batalla
estaría ganada y muerto o prisionero el rey Marsil. En mala hora,
Roldán, contemplamos vuestro denuedo. Carlos el Grande, que no tendrá su
par hasta el juicio final, no volverá a recibir nuestra ayuda. Vais a
morir y Francia será por ello afrentada. Hoy toca a su fin nuestro leal
compañerismo: antes de esta noche habremos de separarnos, y nos será muy
duro.
CXXXII
Óyelos disputar el arzobispo, y clavando en su corcel las espuelas de oro puro, va hacia ellos y les hace reproche:
-¡Señor Roldán, y vos, señor Oliveros, por Dios os ruego que pongáis fin
a esta querella! Tocar el cuerno no podría ya salvarnos, mas tocadlo de
todos modos, será mucho mejor. Vendrá el rey y podrá vengarnos: no
habrán de retornar alegres los de España. Nuestros franceses echarán
aquí pie a tierra y nos encontrarán muertos y mutilados; nos pondrán en
ataúdes, nos cargarán en acémilas y nos llorarán, llenos de dolor y
piedad. Nos darán sepultura en atrios de iglesias y no seremos pasto de
los lobos, los cerdos y los perros.
-¡Bien hablasteis, señor! -responde Roldán.
CXXXIII
Roldán lleva el olifante a sus labios. Lo emboca bien y sopla con todas
sus fuerzas. Los montes son altos y larga la voz del cuerno; a treinta
leguas se escucha prolongarse su sonido. Carlos lo oye, y como él todos
sus guerreros. Exclama el rey:
-¡Han trenzado combate los nuestros!
Y Ganelón responde, llevándole la contraria:
-Si otro fuera quien tal dijese, ciertamente se le tacharía de gran embustero.
CXXXIV
El conde Roldán, con esfuerzo y grandes espasmos, toca dolorosamente su
olifante. Por su boca brota la sangre clara, y se ha roto su sien. El
sonido del cuerno se difunde a lo lejos. Carlos, que cruza los puertos,
lo ha oído. El duque Naimón escucha y como él todos los francos. Y
exclama el rey:
-¡Es el olifante de Roldán! ¡No lo tocaría si no estuviese en trance de batalla!
-¡No hay tal batalla! -responde Ganelón-. Sois ya viejo, vuestras sienes
están blancas y floridas; por vuestras palabras parecéis un niño. Bien
conocéis el gran orgullo de Roldán: es maravilla que lo haya tolerado
Dios tanto tiempo. ¿No ha llegado, pues, a conquistar Noples sin esperar
vuestras órdenes? Los sarracenos hicieron una salida y presentaron
batalla a Roldán, el buen vasallo. Para borrar las huellas del
encuentro, éste mandó inundar los prados cubiertos de sangre. Por una
sola liebre se pasa el día tocando el olifante. Hoy será algún juego que
lleva a cabo entre sus pares. ¿Quién bajo el firmamento se atrevería a
ofrecerle batalla? Cabalguemos, pues. ¿Por qué detenernos? Lejos, frente
a nosotros, está aún la Tierra de los Padres.
CXXXV
El conde Roldán tiene la boca ensangrentada. Se le ha roto la sien. Toca
su olifante dolorosamente, con angustia. Carlos lo oye, y como él todos
los franceses. Y dice el rey:
-¡Largo aliento tiene este olifante!
-¡Es que un valiente se emplea en ello! -responde el duque Naimón-.
Estoy seguro de que ha trenzado batalla. El mismo que lo traicionó
intenta ahora que faltéis a vuestro deber. Tomad las armas, clamad
vuestro grito de guerra y corred en auxilio de vuestra buena mesnada.
Harto lo oís: es Roldán que pierde esperanzas.
CXXXVI
El emperador manda tocar sus olifantes. Los franceses echan pie a tierra
y se arman con sus cotas, sus yelmos y sus espadas recamadas de oro.
Tienen escudos bien labrados, largas y fuertes picas y gonfalones
blancos, rojos y azules. Todos los barones del ejército cabalgan en sus
corceles y clavan espuelas durante el paso de los desfiladeros. Y van
diciéndose los unos a los otros:
-Si cuando veamos a Roldán está aún con vida, ¡qué recios golpes daremos con él!
Mas, ¿de qué sirven las palabras? Llegarán demasiado tarde.
CXXXVII
Avanza el día, resplandece la tarde. Las armaduras centellean bajo el
sol. Fulguran las cotas y los yelmos, y los escudos que llevan flores
pintadas, y las picas y los dorados gonfalones. El emperador cabalga
invadido de cólera, y los franceses pesarosos e iracundos. Todos vierten
doloroso llanto, todos sienten gran angustia por Roldán. El rey ha
mandado prender al conde Ganelón y lo ha entregado a los cocineros de su
corte. Llama a Besgón, el jefe de éstos y le dice:
-Guárdame bien a este felón: ha traicionado a mis mesnadas.
Recíbelo Besgón bajo su vigilancia y lo hace custodiar por cien pinches
de su cocina; los hay de los mejores y también de los peores. Le
arrancan los pelos de la barba y de los mostachos, cuatro veces cada uno
lo golpean con el puño, lo apalean con varas y bastones y le ponen
alrededor del cuello una cadena, como a un oso. Luego lo cargan con gran
menoscabo sobre un mulo, guardándolo de esta suerte hasta el día en que
habrán de devolverlo a Carlos.
CXXXVIII
Altas y tenebrosas son las cumbres, los valles profundos y violentas las
aguas. Resuenan los clarines por todas partes y responden juntos al
olifante. El emperador cabalga irritado y los franceses pesarosos e
iracundos. Ni uno solo deja de llorar y lamentarse. Ruegan a Dios que
preserve a Roldán hasta que lleguen al campo de batalla todos juntos:
entonces, con él, combatirán. Mas, ¿de qué sirven las súplicas? En nada
habrán de valerles: han tardado demasiado, no podrán llegar a tiempo.
CXXXIX
Cabalga el rey Carlos lleno de enojo. Su barba blanca se esparce sobre
su loriga. Todos los barones de Francia clavan con fuerza las espuelas.
Ni uno hay que no se lamente por no estar junto a Roldán, el capitán,
cuando enfrenta a los sarracenos de España. Tal es su quebranto que no
creen que sobreviva. ¡Dios! ¡Que barones son los sesenta que aún lo
acompañan! Jamás los tuvo mejores ningún rey o capitán.
CXL
Mira Roldán hacia los montes y las colinas. Contemplan sus ojos a tantos
de los de Francia que yacen muertos, y los llora como cumplido
caballero:
-¡Señores barones, así Dios os tenga en su gracia! ¡Que otorgue a todas
vuestras almas el paraíso! ¡Que las reciba entre las santas flores!
Jamás vi vasallos mejores que vosotros. ¡Cuán largamente me habéis
servido, luchando sin descanso, conquistando para Carlos extensos
países! Para su mal os ha mantenido el emperador. ¡Tierra de Francia,
eres un dulce país, mas el peor azote te ha desolado en este día!
Barones franceses, os veo morir por mí, y no me es dado defenderos ni
salvaros: ¡así os ayude Dios, quien jamás dijo mentira! Hermano
Oliveros, no os habré de faltar. Me matará el dolor, si no muero por
otra causa. ¡Señor compañero, volvamos al combate!
CXLI
El conde Roldán ha retornado a la batalla. Enarbola a Durandarte y lucha
como valiente. Ha descuartizado a Faldrón de Puy y a otros veinticuatro
enemigos, de entre los más nobles. Jamás hombre alguno deseará con
tanto ahínco tomar venganza. Así como el ciervo corre ante los perros,
así huyen de Roldán los infieles. Y dice el arzobispo:
-¡He aquí algo bueno! Así debe mostrarse un caballero, portador de
buenas armas y jinete en buen caballo: fuerte y altivo en la batalla, o
de otro modo no vale cuatro ochavos. ¡Mejor fuera que se metiera a monje
en un monasterio para rogar todos los días por nuestros pecados!
Y responde Roldán:
-¡Herid, no les hagáis merced!
A tales palabras reanudan el combate los franceses. Mas los cristianos sufrieron grandes pérdidas.
CXLII
Al saber que en tal batalla no habrán de hacerse prisioneros, todos se
defienden con fiereza. Por ello los franceses se tornan más audaces que
leones. He aquí que hacia ellos viene, como verdadero barón, el rey
Marsil. Cabalga en un corcel al que llama Gañún. Clava fuertemente las
espuelas y corre a herir a Bevón, señor de las tierras de Dijón y de
Beaune. Le rompe el escudo, le desgarra la cota y sin que sea menester
dar otro golpe, lo derriba muerto. Luego mata a Ivon y a Ivores; y con
ellos a Gerardo de Rosellón. El conde Roldán no anda lejos, y le dice al
infiel:
-¡Dios te maldiga! ¡Tan injustamente has dado muerte a mis compañeros!
Antes de que nos separemos habrás de pagarlo, y conocerás el nombre de
mi espada.
Como cumplido barón lo acomete y le corta la muñeca derecha. Luego le rebana la cabeza a Jurfaret el Blondo, hijo de Marsil.
Los infieles claman:
-¡Ayúdanos, Mahoma! ¡Dioses nuestros, vengadnos de Carlos! A esta tierra
ha traído tales felones que así deban morir, no abandonarán el campo.
Y dícense los unos a los otros-:
-¡Huyamos, pues!
Y vanse cien mil: llámelos quien quiera, no retornarán.
CXLIII
Mas, ¿de qué sirve su desbandada? Si ha huido Marsil, ha quedado su tío
Marganice, que es dueño de Cartago, Alfrere, Garmalia y Etiopía, una
tierra maldita: su señorío abarca la raza de los negros. Tienen éstos
grande la nariz y amplias las orejas, y se encuentran allí juntos más de
cincuenta mil. Dejan la rienda suelta a sus corceles y arremeten con
furia y audacia, al tiempo que claman el grito de guerra de los
infieles.
Y dice entonces Roldán:
-Recibiremos aquí nuestro martirio, y bien veo ahora que nos queda poco
tiempo de vida. ¡Mas caiga la deshonra sobre el que no se haya vendido a
alto precio! ¡Herid, señores, con vuestros bruñidos aceros y disputad
vuestros muertos y vuestras vidas para que Francia, la dulce, no sea
menoscabada por nuestra causa! Cuando llegue a este campo Carlomagno, mi
señor, y vea qué cuenta dimos de los sarracenos, y encuentre quince
infieles muertos por cada uno de nosotros, por cierto que no dejará de
bendecirnos.
CXLIV
Al ver Roldán a la turba maldita, más negra que la tinta y que sólo los dientes tiene blancos, dice:
-En verdad, ahora lo sé: hoy será el día de nuestra muerte. ¡Atacad, franceses, que yo vuelvo al combate!
Y añade Oliveros:
-¡Maldito sea el más lerdo!
A tales voces, arremeten los francos contra la multitud.
CXLV
Cuando los infieles ven que los franceses son pocos, se enorgullecen y se alientan los unos a los otros, diciéndose:
-¡Es que va la injusticia con el emperador!
Marganice monta su caballo alazano. Le clava fuertemente las espuelas
doradas y hiere a Oliveros por detrás, en plena espalda. Desgarrando la
brillante loriga, la pica se ha hundido en el cuerpo y luego de
atravesar el pecho aparece por delante. Y dice Marganice:
-¡Recio golpe recibisteis! El rey Carlomagno os dejó en los puertos para
vuestra desdicha. Si nos causó muchos males, no tiene ya motivo para
ufanarse: sólo con vos, bien he vengado a los nuestros.
CXLVI
Olliveros siente que está herido de muerte. Enarbola a Altaclara, de
bruñido acero, y golpea a Marganice sobre el yelmo puntiagudo, de oro
todo él. Hace saltar por tierra sus florones y sus cristales y le parte
la cabeza hasta los dientes. Sacude la hoja en la herida y lo derriba
muerto, diciéndole:
-¡Maldito seas, infiel! No digo que Carlos nada haya perdido; pero al
menos no podrás retornar a tu reino para vanagloriarte ante ninguna
mujer o dama de haberme despojado de un mal ochavo ni de haber causado
perjuicio a mí, ni a nadie en el mundo.
Después llama a Roldán para que le preste ayuda.
CXLVII
Siente Oliveros que lo han herido de muerte. Nunca llevará a cabo
venganza suficiente. En lo más compacto de la turba, acomete como
verdadero barón. Hace pedazos escudos y picas, pies y puños, monturas y
espinazos. Quien lo hubiera visto descuartizar infieles, amontonar los
muertos sobre los muertos, tendría memoria de un buen caballero. No hay
cuidado de que olvide la contraseña de Carlos y lanza su grito, alto y
claro:
-¡Montjoie!
Luego llama a Roldán, su par y amigo, y le dice:
-Señor compañero, venid a mi lado, muy cerca, ¡con gran dolor habremos de separarnos en este día!
CXLVIII
Roldán mira el semblante de Oliveros: lo ve desencajado, pálido, sin
color. Corre su clara sangre a los costados de su cuerpo y van cayendo
los coágulos a tierra.
-¡Dios! -exclama el conde-, ¡no sé qué hacer! Señor compañero, ¡lástima
grande de vuestro denuedo! Nadie habrá de igualaros jamás. ¡Ah, dulce
Francia! ¡Cuan desierta quedarás sin tus mejores vasallos, humillada y
vencida! ¡Gran daño sufrirá el emperador!
Lista de expresiones que caraterizan :
- El grande
- El in fortunio
-Infiel salvo Blanandrin
- Orgulloso y altivo
- Caro feaudal.
- bastagos filones
- Bautizados en muerte
- Agiles maciles
- yergues
- Manoseador de mostacho
- Señores barones
- Vuestro corazon violento y altivo
- Aqui veis blancos vastagos
- Trazados por el signo de la cruz
- Lenguas por un solo motivo.
6. Considerando las caracteristicas de Roldan, ¿cuales serian las virtudes mas valoradas en el medioveo? . Explica.
En
la Edad Media los caballeros no eran nobles en un principio, eran
hombres que tenían los medios para mantener caballos y con ellos
participar en las guerras, y los reyes pagaban sus servicios
concediéndoles privilegios como a los infanzones e hidalgo. Pero
poco despues fueron adaptando varias virtudes la lealtad, la valentina
las ganas de luchar que han marcado y que e siempre lo han
caracterizado claro que no lo tuvieron todosla mayoria de los hombres de
alkta nobleza los cuales uerton primeros el Mio Cid, Roldan y muchos
mas.